Estudié con Edwin, a dos pupitres de él, durante el año 1998 cuando hacíamos nuestro noveno grado. Era el nuestro un claustro árido y avejentado en el que la única tecnología aprobada eran los oxidados abanicos que colgaban amenazantes en los techos de todos los salones. Era un colegio con alma de correccional en el que las clases de literatura se reducían a memorizar el nombre de los autores y sus obras más relevantes.
Para entonces él ya era una joven promesa de las letras y su talento le había ganado el sobrenombre de “poeta” que le seguiría el resto de su vida, y que era usado por compañeros y docentes sin ningún rastro de ironía. El hecho de que tal prodigio hubiera florecido en el colegio lo hacía aún más notable y promisorio.
Ese mismo año, como si el talento de Edwin nos hubiera contagiado, cuatro personas empezamos a escribir con diversos grados de fortuna y talento. Aunque yo era el peor de la manada, o quizás por ello, Edwin sentía mucha más afinidad conmigo que con cualquiera de los otros escritores en ciernes. A menudo me tomó por el brazo o me hizo una señal que significaba que necesitaba hablarme. No pocas veces este llamado ocurrió en medio de una clase, pero yo acudía de todas formas y juntos huíamos del salón sin que nadie dijera nada.
Y es que su reconocido talento le brindaba atribuciones de las que no gozábamos el resto de los mortales. Sólo él podía abandonar las clases que le aburrían para ir a refugiarse en una diminuta biblioteca escolar, en la que más de la mitad de los ejemplares habían superado ampliamente los cien años, o pedir silencio al salón entero, profesor incluido, por miedo a que tanto ruido inútil le hicieran perder la musicalidad de una frase o extraviar una idea particularmente buena.
Casi invariablemente, cuando me llamaba a él era porque quería compartir conmigo su más reciente idea para una novela, el argumento de un cuento que planeaba escribir un día cercano —cuando las musas le dieran algo de descanso —, o el título de su próximo poema que siempre prometía mostrarme antes que al resto del mundo. Muy de vez en cuando me enseñaba frases garrapateadas en su cuaderno, rodeadas de anotaciones, rayas y símbolos que me resultaban incomprensibles. Me aseguraba que no era importante, ni posible, que las entendiera, porque el genio sólo puede ser comprendido por sí mismo. Lo fundamental era, y lo decía muy a menudo, que esas eran las semillas de las que germinarían los libros que le ganarían el nobel de literatura, sólo le hacía falta averiguar qué hacer con ellas, cómo sembrarlas, insistía.
Yo escuchaba y memorizaba cada una de sus palabras con una inocultable admiración artística. Y es que mientras yo escribía cosas como:
"Si vinieras a mí
con un beso en tus labios,
te seguiría
hasta que todo acabe.
Así que dale
bésame,
bésame,
bésame,
no seas mala.”
Beso condicional (1998)
él sabía idear poemas como pulidos diamantes —la comparación es suya— : brillantes, cortantes y claros. Era como si en vez de leche le hubieran alimentado con poemas de Machado, Whitman y Baudelaire, o como si sus primeras palabras no fueran “papá” y “mamá”, sino:
“Nunca seré demasiado viejo
para ver la inmensa noche alzarse,
una nube con más estruendo que el mundo
y el monstruo hecho de ojos”
Lo que más me impresionaba de él era su indetenible inventiva. Tenía listas, para entonces, aproximadamente mil setecientas dieciséis obras —mil quinientos poemas, ciento ochenta cuentos y treinta y seis novelas —a las que solo les faltaba ser plasmadas sobre el papel. Y esto, me decía Edwin, era apenas un formalismo prácticamente innecesario.
Con el fin del año escolar vino también el de nuestra amistad. Sus padres habían decidido que lo más conveniente para su brillante vástago era estudiar en casa, a su propio ritmo, y presentar un examen para validar bachillerato.
Nunca volvimos a encontrarnos, pero yo, que no he dejado nunca de admirarlo, tomé la costumbre de leer todas las reseñas literarias en los periódicos y revistas culturales con la esperanza de encontrar su nombre relacionado con un libro, una obra de teatro, un premio o un análisis ácido y encantador —como todos los que había escrito para clases— sobre cualquier persona o tema.
El año pasado me contactó una mujer desconocida. Me dijo que era la exnovia de Edwin y que quería hacerme llegar unos cuadernos que él había dejado en su casa. Cuadernos que él había demostrado mucho interés en recuperar y ella, en arrojarlos a la chimenea.
No quise preguntarle las razones por las que se negaba a devolverle los cuadernos, pero, en cambio, inquirí por sus motivos para entregármelos. La razón era, según me explicó, que los había ojeado y descubierto que mi nombre era mencionado de forma negativa en más de la mitad de las anotaciones. Y le parecía que, siendo yo el principal agraviado por la existencia de esos cuadernos, debía ser yo quien tomara la decisión de qué hacer con ellos.
No mentiré, leer los textos me afectó profundamente.
Recuerdo particularmente un cuento en el que un grupo de extraterrestres están considerando demoler la tierra para construir un parque de diversiones. Deseosos de tomar una decisión informada, los alienígenas visitan diversos lugares de la tierra. Van a ver peliculas, asisten a un atentado terrorista, participan como recreacionistas en fiestas infantiles, observan las condiciones carcelarias y se interesan en la criminalidad humana, dedican días a escuchar la música de los grandes compositores humanos —se interesaron particularmente por los violinistas— y finalmente asisten a un recital poético en el que yo participo. Después de verme, la decisión les resulta clara, destruirán el mundo y el narrador no deja ninguna duda de que es mi culpa.
“Cuando Raúl terminó de leer, cada persona en el recinto suspiró aliviada. Luego, todos guardamos un cuidadoso silencio. Frente a mí, un hombre soportaba estoicamente los pinchazos de un mosquito en la nuca. Se notaba que quería matarlo, pero no se atrevía por miedo a que Raúl confundiera la palmada con un aplauso. “No podemos permitir”, dijo el más alto de los grises cuando se hubo repuesto, “que un mundo capaz de producir a un artista tan soso como ese siga existiendo. Es una lástima por Paganini, pero mi decisión es final”. Los miembros del comité nos desearon mejor suerte para la próxima.”
Por otro lado, en los cuadernos descubrí varias narraciones que deseé poder compartir con el mundo. Esa, y no otra, es la razón por la que intenté contactar a Edwin durante casi cuatro meses. Quería ayudarle a organizar un libro y publicarlo. Cuando finalmente contestó, me hizo saber que no estaba interesado en el proyecto. —Ya sabes lo que pienso de ti— me dijo —, pero haz lo que quieras con esos textos, suponte que los escribiste tú.
Eso he hecho. Los he corregido, seleccionado y publicado con el mismo cariño que les hubiera dedicado si los hubiera escrito, si fueran míos. Pero también he intentado dejar muy claro que fuera de este prólogo, que Edwin hubiera encontrado insufriblemente innecesario, no hay en todo el libro nada que me pertenezca.
Las veinte narraciones que se pueden encontrar a continuación son todas las que me atrevo publicar de los doscientos trece textos contenidos en los tres cuadernos que poseo. Los ciento noventa y tres textos restantes, son narraciones difamatorias u burlescas sobre mí u otras personas. Estos no son, sin embargo, malos textos en general. Admitiré que disfruté mucho leyendo todos aquellos que no trataban de mí, pero no me atrevo a publicarlos por miedo a molestar o incomodar a otras personas.
Sólo queda invitar al lector o lectora a disfrutar del resto del libro, que, lo prometo, es mucho más interesante que esta introducción.