sábado, 19 de septiembre de 2015

Un miercoles cualquiera

Tras haberlo reflexionado varias horas, decidí que los miércoles son el día ideal para morirse. Si se selecciona bien la hora, el cadáver puede liberarse de todas las restantes responsabilidades del día. Por si fuera poco, su presencia tampoco será requerida el jueves y estará en la libertad de tomarse el viernes para descansar de todo el ajetreo de los días anteriores. Finalmente, durante el fin de semana, el fallecido tendrá tiempo suficiente para informarse sobre actividades ultraterrenas que puedan interesarle. He escuchado que, entre las personas que quieren aplicar al asilo celestial, las clases de arpa, vuelo asistido, bordado, cross-fit y reparación de electrodomésticos son bastante populares. Mientras tanto, entre quienes quisieran mudarse al pueblito caliente, las clases de cata de vino, maquillaje, apreciación de música rock y cocina japonesa son las que cuentan con mayor número de asistentes. También, y este fue mi caso cuando el miércoles siguiente a haber pensado todo esto fallecí, existen muchos finados que prefieren quedarse en la tierra con la esperanza de convertirse en fantasmas o ser despertados el siguiente domingo.

Ahora, querido lector, yo sé lo que debes estar pensando. Y si no estoy equivocado debe ser algo así: “Claro que no sabes lo que estoy pensando, pero de todas formas no es sobre tu muerte que discurren mis pensamientos, no, eso no, yo soy un lector ocupado que he puesto esta historia ante mis ojos porque da la casualidad de que mi celular tiene la batería baja y necesito entretenerme por un momento mientras llego a mi destino, mi cena termina de cocinarse, termino de hacer mis negocios en el baño o me entra sueño. Y en todo caso, en nada me interesa que me digas que moriste un miércoles porque sé perfectamente que mientes, nadie puede haber muerto y estar escribiendo al tiempo, además, apenas vamos por la mitad del libro y ya revisé y el resto de las páginas no están en blanco. Así pues, no estás muerto, no moriste y no te creo nada”.

Sin embargo, incrédulo lector, sí morí.

Fue el miércoles a eso de la una. Miré el reloj y pensé que en sólo quince minutos más sería el momento ideal para estar muerto. Así que salí a la calle, me fumé un último cigarrillo, me senté en mi escritorio, apoyé mi frente sobre él y expiré.

En principio, estar muerto fue bastante monótono e incómodo. Cuando mis músculos empezaron a agarrotarse, me inició un dolor insoportable de espalda y fui incapaz de cambiar de posición. La próxima vez intentaré morirme en una cómoda sala de cine, recuerdo haber pensado. Cuando ya casi me había acostumbrado al dolor de espalda, me empezó a rascar una pierna y sentí algo de hambre.

Mi fallecimiento fue descubierto a la hora de salida, pero todos se pusieron de acuerdo en ignorarlo hasta el día siguiente. Expresé mi descontento con un largo pedo. Se hizo de noche y descubrí que los primeros pensamientos que se tienen al morir son un poco como los primeros pensamientos que tendría un recién nacido si pudiera articularlos: "Tengo frío", "Tengo hambre", "No puedo ver nada", "Tengo un mal presentimiento sobre todo esto" y "¿Quién esta persona que me sostiene por las piernas?".

Quien me sostenía, aunque tú no lo creas, era el encargado de la limpieza. Durante los primeros minutos, lo encontré bastante molesto y me disgustó su actitud de arrastrarme por el piso descuidadamente hasta un callejón cercano, revisar mis bolsillos meticulosamente y guardarse todas mis posesiones en sus bolsillos. Pero llegué a apreciarlo como persona y hasta a sentirme agradecido con él, cuando empezó a llover y me cubrió con cajas, bolsas y periódicos.

Podría aburrir al lector con la narración de mi primera noche como fallecido, pero no lo haré. Hay cosas más importantes e interesantes de que hablar que del momento en que, a medianoche, dejó de llover y escuché como centenares de huesudos gatos correteaban por callejón en que yo yacía.

Al lector evidentemente no le interesaría saber que me asustaba la idea de que me devoraran porque me parecía un fin poco digno a mis aventuras. Por eso en vez de contarles que me acordé de la oraciones de mi niñez y pedí al espíritu santo que convirtiera, con sus alas milagrosas, el cartón, las bolsas y los periódicos en cemento y madera para que no me comieran los felinos, avanzaré rápidamente al momento en que dos hombres que estaban recogiendo basura me encontraron y llamaron a la policía.

Evitaré hablar también de la ventisca que atravesó de repente el callejón; apenas logré terminar mis oraciones antes de que cajas, periódicos y bolsas se levantaran por los aires dejándome expuesto ante las lenguas ásperas y los dientes afilados de los gatos. En cambio, creo importante contar que esos pequeños cubículos metálicos en que refrigeran a los cadáveres son bastante incómodos. El problema no es un asunto de espacio ni temperatura, sino de olor. Huelen a muertos y eso lo pone a uno nervioso. Yo me sentía muy tranquilo cuando me llevaban, pero ya adentro me dieron ganas de salir corriendo, meterme bajo mis sábanas, comer helado y dejar el televisor prendido toda la noche.

Finalmente, por economía narrativa y por ser detalles sin importancia, no mencionaré de ninguna manera que los gatos me lamieron por varios minutos antes de marcharse insatisfechos sin haber encontrado nada que valiera la pena devorar. Tampoco detallaré la conversación que el encargado de la limpieza sostuvo con los policías explicándoles que jamás me había visto, que si la foto de su cedula se parecía a mi rostro era pura coincidencia, que los rostros cambian con el tiempo y que no había escuchado nada extraño en toda la noche. Nada como no fuera mi voz. Y, sí, estaba seguro de que era mi voz porque el occiso tiene cara de que tenía una voz como la que escuché decir: “Hoy es el día en que voy a matarme y nadie más es culpable de mi muerte que yo mismo porque esto es, sin lugar a dudas, un suicidio”. Espero, señor, señora, joven que aprecie el esfuerzo que hago al ahorrarle la lectura de todos los aburridos sucesos de esa primera noche.

En el refrigerador hacía frío.

El forense me informó de antemano, cosa muy responsable, que mi autopsia sería practicada por un estudiante sin experiencia alguna. Esto en principio me pareció bien, siempre es lindo ser la primera vez de alguien.

Dicen los muertos que una autopsia bien hecha puede ser extremadamente relajante y satisfactoria, tanto como un profundo masaje. A mí me dolió mucho y estoy seguro de que el estudiante está reprobando anatomía porque me extrajo la vejiga cuando le pidieron ver el corazón.

El alcalde del cementerio me dio la bienvenida en persona, no podía ser de otra manera. Apenas habían pasado quince minutos desde que me habían sepultado en una tumba común marcada sólo con N.N. cuando ya tenía a alguien entregándome papeles, diciéndome que mucho gusto, que ojalá votara por él en las próximas elecciones, regalándome botones e invitándome a unirme a las clases y actividades de la comunidad. Y entonces empezaron los problemas.

La cosa es que uno nunca le advierten que la muerte puede ser muy aburrida si uno es un N.N. o tiene un nombre muy común. La razón es que las lápidas son los registros de nacimiento al más allá y está terminantemente prohibido que dos o más personas registradas con el mismo nombre participen en las mismas clases o actividades. La muerte, qué gusto, también está poblada de inútiles burocracias.

Hay un número limitado de cosas que se pueden hacer en un féretro y para el domingo, como es lógico, ya estaba aburrido. Así que ese mismo día empecé a estudiar para convertirme en fantasma. Los exámenes, según me habían informado, serían el siguiente fin de semana.

Y allí se acaba esta parte de la historia. ¿Ves cómo al final de todo no he revivido y sí me he quedado muerto? Creo que debes reflexionar mucho sobre tu incapacidad de confiar en los autores mientras caminas de la estación a tu casa, cenas, concluyes tu negocio en el baño o dejas estas hojas al lado de la cama, apagas la luz, cierras los ojos y te quedas dormido.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

La metamorfosis de Tom Cruise

Cuando Tom Cruise se despertó esa noche después de una siesta intranquila, se encontró sobre la silla de maquillaje aún convertido en un monstruoso insecto. Una sábana blanca se deslizaba sobre su vientre abombado, parduzco y duro. Sus muchas patas, ridículamente inútiles se mantenían quietas ante su rostro.

«Me han olvidado» Pensó.

No era un sueño. El resto del camerino seguía intacto. El extractor giraba lento con un zumbido grave. En los espejos de la pared se mantenían dos fotos, el antes y después del maquillaje, enmarcadas por cuatro tiras de cinta adhesiva. En la esquina, estaba un perchero del que colgaban su sombrero y su gabardina.

«¿Qué pasaría —pensó— si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?»

Pero esto era absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Lo intentó cinco veces, cerraba los ojos para no ver sus patas rectas e inútiles y sólo desistía cuando comenzaba a notar un dolor sordo en las costillas.

«¡Xenu mio! —pensó— ¡Qué profesión más dura he elegido! Entrevistas, reuniones y fotografías un día sí y otro también. Pero cómo han podido olvidarse de mí justo hoy que tengo una gala. ¡Que se vaya todo al diablo!»

Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó dentro del traje para recoger su brazo y rascarse; se encontró con que éste estaba atrapado. Sintió escalofríos y se deslizó de nuevo a su posición inicial.

« Esto de dormir en las salas de maquillaje —pensó— lo hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir en una cama mullida, rodeado de cojines como un pachá. Por lo pronto, tengo que levantarme porque la premiación es a las ocho y ya debe haber anochecido», y miró hacia el reloj sobre la puerta.

«¡Xenu del cielo!» pensó.

Eran las siete y media, ya había pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. «¿Es que nadie ha visto mi nota?». Desde la silla se veía que ésta seguía en el espejo, al lado de las fotos, en letras grandes, claras y rojas. Alguien debía haber intentado despertarlo.

«Podría intentar llamar a mi agente —pensó— decirle que estoy enfermo» Pero esto sería sospechoso, porque había almorzado con él y ambos sabían que no había estado enfermo ni una sola vez en los últimos cinco años. Seguramente aparecería con el medico de la agencia, para quien no había actores enfermos sino hombres sanos sin energía y le intentaría convencer de tomar estimulantes. Además, Tom, a excepción de algo de pereza, se sentía bastante bien e incluso tenía algo de hambre.

Mientras reflexionaba sobre todo esto —en el preciso momento en que el reloj daba las ocho menos cuarto— alguien tocó a la puerta.

—Tom —escuchó que decían (era Chloë Grace Moretz, la actriz que hacía de su hermana) —, son las ocho menos cuarto. ¿No ibas a ir a los premios?

Tom se asustó al intentar contestar. El maquillaje le impedía articular una sola palabra y el sonido que produjo era definitivamente su voz, pero mezclada con un silbido como de golondrina y una especie de gruñido que le lastimaba la garganta.

—¿Qué dijiste?— fue la respuesta de Chloë —¿necesitas algo?

«Qué suerte tenía Gregorio —pensó— de que su madre le entendiera. Mi propia hermana en la película no entiende una sola palabra de lo que digo y seguramente partirá sin preocuparse por mi suerte»

Así fue, escuchó los livianos pasos de Chloë alejándose y no le siguieron los golpes secos del padre de Gregorio. Tampoco sonó su celular.

«No hay que permanecer acostados inútilmente», se dijo Tom.

Quería salir de la silla en primer lugar por abajo, pero esta parte inferior no se movía. Recordó que antes había logrado desplazarse hacia arriba e intentó sacar primero su parte superior.

«Espero no dañar el traje —pensó— pero tampoco quiero golpearme la cabeza», y renunció temporalmente a los intentos de levantarse. Al mismo tiempo se seguía diciendo que de ningún modo podía permanecer en la silla.

La parte de atrás del traje le hacía balancearse levemente y Tom pensó que podría dejarse caer sobre ésta, que parecía ser dura y así evitaría lastimar su cabeza. Cuando ya sobresalía a medias de la silla, se le ocurrió lo fácil que sería esta tarea si alguien viniese en su ayuda. Con dos personas fuertes bastaría —pensaba en el director y la encargada del aseo—, pero la puerta parecía estar cerrada y nadie vendría a ayudarlo.

«Pronto vendrá mi agente a preguntar por mí —pensó— lo escucharé tocando a la puerta y me dejaré caer para que se sienta obligado a derribarla», pero nadie vino a buscarlo y  cuando se escuchó el sonido sordo y poco aparatoso de su caída nadie le dijo a ninguno:
—Ahí dentro se ha caído algo.

La espalda del traje era más elástica de lo que Tom había pensado y  soportó  bien la caída. Ahora sólo le quedaba levantarse, apoyándose en diversos muebles,  y salir de la habitación. Asistiría a los premios vestido de insecto y los expertos le llamarían revolucionario, se hablaría de su valentía por décadas. Todo estaría bien.

«Por lo menos —pensó— afuera no me esperan jefes molestos y padres decepcionados», apoyarse en sillas y mesas daba resultado. Tom recuperaba su verticalidad y se sentía más tranquilo.

Descansó un poco. Levantarse había requerido más energía de la pensada. Observó la puerta y pensó en como abrirla. Sus manos estaban cubiertas por las patas inútiles de insecto y las mandíbulas prostéticas que cubrían su boca eran de un material frágil.

Le hubiera gustado que afuera las personas lo aclamaran. «¡Vamos Tom! —gritarían los extras, los actores y el director— ¡Tú puedes abrirla! ¡Duro con la puerta!». Y con esa idea se acercó a ella dispuesto derribarla de ser necesario. Estaba entreabierta.

«También esto me han arrebatado —pensó— no tengo necesidad de abrir la puerta con mis dientes. ¡Cómo me han dificultado esta metamorfosis!», introdujo la punta de una de sus patas bajo el pomo y la jaló hacia sí.

Salió y encontró sólo pasillos vacíos. Se emocionó al escuchar pasos que se acercaban, pero era sólo un asistente de cámara que había olvidado sus lentes y que le saludó respetuosamente antes de desaparecer de nuevo.

«Nada extraordinario nunca me ocurre —pensó— nadie se asusta por mi extraña apariencia», caminaba lentamente y un poco encorvado. El golpe había doblado ligeramente la espalda del traje y esto, junto con la rigidez de sus piernas le impedía moverse más rápido.

Le tomó casi una hora llegar a la entrada. Para conservar la emoción de la aventura, se mantuvo alejado de las vías principales y prefirió caminar entre las plantas y sobre la tierra húmeda.

«Debe haber llovido —pensó—, pero nada de eso importa ahora. Pronto estaré en los premios y mañana sólo tendrán elogios para mí», se acercaba a una caseta. En ella, un joven guardia practicaba cómo desenfundar su arma de reglamento.

Tom no reaccionó con la primera explosión, pero reconoció el sentido y significado de la segunda. Intentó alejarse, pero era inútil, los disparos se sucedían y el traje demoraba sus movimientos. Finalmente cayó. Una bala se incrustó en su espalda. Éste quería continuar arrastrándose, como si el increíble y sorprendente dolor pudiera aliviarse al cambiar de sitio.

De algún lugar cercano provenían cantos y Tom se dirigió a ellos lentamente. Quedó inconsciente antes de llegar a la puerta del estudio en que filmaban un musical. Al despertar descubrió que ya no se podía mover. No se extrañó, más bien le pareció antinatural que hubiera podido moverse antes con el pesado traje a cuestas. Apenas le dolía ya la espalda. Pensaba en su familia con cariño y emoción. Vivió para ver todavía el amanecer. A continuación, contra su voluntad, sus orificios nasales exhalaron el último suspiro.

Más tarde, dos empleadas del aseo levantaron su cuerpo y le arrojaron en un contenedor de basura. «¡Qué flaco que estaba!» dijo la una y la otra contestó «En los últimos días estaba dejando todo el almuerzo».

Los productores y el director se preguntaban dónde estaba Tom y por qué no aparecía. Mientras hablaban así, a todos se les ocurrió al mismo tiempo que Chloë Grace Moretz se había convertido en una joven actriz lozana, hermosa y deseable. Tornándose cada vez más silenciosos y entendiéndose casi inconscientemente con las miradas, pensaban que ya llegaba el momento de buscarle una buena película y abandonar definitivamente la adaptación de "La metamorfosis". Y para ellos fue como una confirmación de sus nuevos sueños y buenas intenciones cuando fue Chloë quien se levantó primero, bostezó, estiró su cuerpo joven y preguntó: «¿Dónde vamos a almorzar?»

lunes, 24 de agosto de 2015

Algodón de Azúcar



El sol se había ocultado varias horas antes. A los niños del barrio ya se les había ordenado dormirse al menos tres veces, y sólo los jóvenes y algunas personas mayores permanecían en la calle. Los unos se congregaban en la plaza para conversar sin la vigilancia de sus padres y maestros. Aprovechaban también,  y es importante decirlo, para fumar, tomar cerveza y enamorarse. Los otros hacían exactamente lo mismo, pero en los pórticos de sus casas, aunque los unos jamás lo creerían.

El león atravesó la plaza sin que los jóvenes lo vieran, seguía un olor que había percibido mucho antes; no era un olor humano, los humanos huelen a caballo, a sudor, a orines. No era un olor humano; era otra cosa, un olor punzante que al león se le deslizaba por la nariz y le producía cosquillas en la lengua.

Los ancianos, en sus cómodas mecedoras, sí vieron al león, pero no hicieron nada. ¿Qué iban a hacer diez débiles ancianos contra un león? Y es que el león tampoco parecía interesado en  ellos, caminó por su lado sin determinarlos. Uno de ellos, entre curioso y valiente, alargó la mano e introdujo sus dedos en la poblada melena. ¡Qué toscas eran sus hebras! Pero el león no reaccionó.

Junto a la confitería, finalmente se detuvo. Saltó un muro y encontró el origen del olor: un cubo grisáceo y cálido que, apenas media hora antes, producía algodón de azúcar. Alargó la garra tímido, en las ciudades las presas no corren, pero siempre es mejor ser precavido. El cubo no se abrió, pero tuvo más suerte con las nubes que colgaban alrededor de este. Con un pequeño golpe caían al suelo y ¡qué rico sabían cuando las tocaba con la lengua! Se contraían en sí mismas, eran animales temerosos pero no huían. Tras haber devorado al menos veinte de esos extraños animales sin huesos, el león se declaró satisfecho, y se echó a dormir sobre los restos de su cena,

martes, 18 de agosto de 2015

Una bella durmiente

Hoy vi a una mujer divina en el bus. Iba profundamente dormida, como si se hubiera pinchado un dedo por culpa de una bruja.

Una señora, que iba al lado de la durmiente, se levantó y me senté en seguida, sin esperar siquiera a que se disipara el calor de sus nalgas. Entonces la miré mejor. Tenía el cabello negro como el pecado, las cejas oscuras y densas, los labios carnosos y rojos, su nariz palpitaba. Del cuello para abajo también estaba muy bien. Y, nada, me quedé feliz de que mi compañera fuera tipo Neruda: linda y silenciosa.

El bus pegó un salto brutal, pero ella no se despertó. ¿Será que va muertecita? me pregunté y le toqué el hombro con caballerosa delicadeza. Nada la despertaba, y el bus se había ido quedando vacío. Si estaba embrujada y la dejaba sola podía pasarle algo malo. Así que me decidí: iba a besarla

Revisé por todas partes, no había camaras escondidas. Entonces guardé mi libro, me apliqué chapstick porque hay que hacer las cosas bien. Y acerqué mis labios.

Ahora, puede lo siguiente sea mi culpa, admitiré que soy más sapo que principe y que lo único azul que llevo por dentro es un trozo de crayola que aspiré en la infancia; pero ella entreabrió sus labios cuando me aproximé y un humo verde y hediondo salió de su boca rechazando mi cercanía. Así que allí la dejé, buscando a su busetero soñado.

Ojala encuentre pronto a su sparring azul y que éste le dé un beso, uno de esos ósculos trascendentales que hace que uno se empiece a preocupar por la higiene bucal.

jueves, 13 de agosto de 2015

Dos sonetos

Escribir un soneto.

Mi talento no suma una onza
si a ciertas tareas le enfrento  
pues encuentro fácil contar un cuento,
mas difícil danzar como peonza.

¿Con qué podré rimar jeringonza?
Pienso, me detengo por un momento,
mas sigo, de nada me arrepiento,
aunque la rima resulte ser zonza.

Conforme a la clásica usanza
escribiré, un día, un soneto
que sepa vestir adarga y lanza.

Copiaré a Petrarca —lo prometo.
No hoy, este poema no alcanza,
ya se me ha acabado completo.



De la palabra bruja.

La palabra es ventana de tiza,
espejismo: embrujo y retrato;
promesa a nadie; sueño, un rato;
futuro bosquejado con ceniza.

Sol que agrieta la tarde plomiza,
camilla para soñar sin contrato,
plumas que brotan en el omoplato
taller en que la vida cristaliza.

Aquellos, los poetas, escribieron
lo que los lectores sintieron plagio.
Mas todos, por su lado, concluyeron:

"Ques la palabra oscuro presagio
de esos días que ya nunca fueron,
y de todo venidero naufragio."

jueves, 30 de julio de 2015

Lo que más recuerdo son sus ojos: desorbitados y húmedos. Todos se han quedado grabados en mi memoria. Cada noche de la última semana me han despertado disparos y gritos, pero los ojos, los ojos de quienes sacan, son lo peor de este encierro. Algunos se culpaban de no decir nada, pero qué ibamos a decir si seguiamos esperando que un día abrieran la puerta y nos dijeran que todo fue un error, que por favor los disculparamos por las incomodidades, que nos permitieran volver a nuestras vidas normales y olvidarlo todo como si hubiera sido un mal sueño. Además, tampoco es como si hubieramos estado mintiendo...

Una mañana amanecimos aquí sin saber cómo. La luz era escasa pero suficiente para mirarnos y reconocernos, eramos más de cien y no había un solo extraño. "¿Qué hacemos aquí?" nos preguntabamos, pero nadie tenía respuesta. Cuando apagaron las luces, tomamos las manos de nuestros vecinos. Hacía calor. Sudabamos y temblabamos al tiempo. Entonces abrieron las puertas, y vimos que afuera hacía un soleado mediodía. Cuatro siluetas con armas se encontraban en la puerta. "Buscamos comunistas", nos dijeron "y sabemos que entre ustedes hay". No dijimos nada, no teníamos nada que decir. A pesar de nuestro silencio, insistieron, cuestionaron. Ellos eran cuatro y nosotros más de cien, pero nadie dijo nada. Finalmente las manos empezaron a soltarse y alguien recordó que alguno estaba aprendiendo ruso; otro aseguró que aquel otro decía "camarada" un montón; a un tercero lo culparon de tener un apellido extraño, y a un cuarto por vestirse a menudo de rojo. Más de veinte fueron sacados ese día, y cada mirada aterrada, cada ojo desorbitado se quedó en mi memoria.

Y así ocurrió cada día de esta semana: apagaban las luces y nos tomabamos de las manos; ellos preguntaban y callabamos; insistían y las manos se iban soltando, y nos venían cosas a la mente. Jamás mentimos, todo era verdad. Era cierto que éste hablaba mal de su jefe, que el otro tenía una camisa con el logo de un sindicato, que el de más alla era demasiado reservado. preguntas. Siempre fuimos más que ellos, siempre dejamos que estos cuatro hombres se los llevaran a todos, siempre sus miradas incrédulas y humedas me dolieron. Y nunca, nunca, dijimos nada.

Hoy sólo quedo yo y creo que en mi futuro ya no hay disculpas ni posibilidad de olvido.

viernes, 3 de julio de 2015

Sucede que a veces

Sucede que a veces empiezo a sentirme dichoso a las tres de la tarde porque presiento que a las cuatro vas a venir.

Y cuando no vienes (nunca vienes) sigo dichoso porque presiento que a las seis de la tarde tendré la cantidad justa de hambre para comer algo rico con gusto,

Y despues de cenar algo bastante regular, sigo dichoso porque a las 8 de la noche empezaré un nuevo libro del que he oido muchos buenos comentarios y cuyo tema me apasiona.

Y despues de abandonar el libro en la página 19, porque es un bodrio insufrible que sólo leerían los enemigos del autor con el fin expreso de desacreditarlo, sigo dichoso porque pronto dormiré deliciosamente,

Y despues de permanecer insomne por horas, sigo dichoso porque mañana será un nuevo día, y me gustan los nuevos días: son como un par de medias nuevas.

Y cuando llega el nuevo día y es algo así como un par de medias que ha usado toda china antes que yo, sigo dichoso porque... porque... no sé... sigo dichoso porque aparentemente soy medio masoquista y me pongo dichoso cuando las cosas salen mal, o tengo un serio problema de autoestima que me hace sentir que no me merezco nada mejor.

viernes, 26 de junio de 2015

Los muertitos

Hay muertos que no se han convencido de su muerte. Ellos siguen respirando, comiendo y defecando como si vivieran, pero es sólo apariencia.

Los muertitos llaman a la radio a pedir canciones, flirtean con la cajera de carulla, y se perfuman y maquillan los viernes, pero no viven ya.

Los muertitos se cansan de mirarse en el espejo, agarrar su barriga y preguntar a sus parejas: ¿he engordado? Éstas les responden que no, siempre.

Cuando los muertitos salen a bailar es que quieren refugiarse en otro cuerpo, esconderse de la muerte perdiendose por una hora en el amor.

Pero nadie quiere bailar con los muertitos porque tienen el ritmo atravesado, el cuerpo tieso, huelen a tigre y no son bonitos.

Cada noche, los muerticos vuelven al feretro de sus camas, se miran al espejo, extrañan un antes impreciso y soñado, suspiran y duermen.

Dormidos sueñan con cotidianidades: se lavan los dientes, miran tv, se enamoran, caminan, fuman, ofrecen fruta picada a sus amigos.

Los muerticos despiertan y se aburren mortalmente. Quisieran que un temblor les derrumbara la casa para cambiar de escenario, para que lavarse los dientes fuera un acto heroico,

viernes, 5 de junio de 2015

Un recuerdo

Éramos un grupo extraño: Un chico rudo, que no era yo (¿cuándo he sido un chico rudo?); un chico popular (Mi primo, que siempre tuvo el don de saber ganarse a la gente) y un tipo raro (yo). Ellos eran mis mejores amigos y nunca entendí por qué andaban conmigo. De niño, los aceptaba porque estaban allí, eran algo cierto, algo seguro, algo que nunca me faltaría, como el oxigeno o el agua corriente. Con los años, sin embargo, empecé a tener mis dudas. ¿Por qué me soportaban? Yo no era un tipo fácil, no soy un tipo fácil. Y llegó un momento en que descubrí, con dolor, que no me necesitaban. Que podían, fácilmente, andar juntos sin mí; ¡lo habían hecho! Tenían una amistad de la que yo no hacía parte. Entonces me alejé.

De todo, de años de amistad forjada desde, casi, nuestras cunas me quedaron muchas historias y recuerdos. Y hoy quisiera compartir uno con ustedes.

Al chico duro le mataron al papá un sabado. Recuerdo claramente que fue un sábado aunque no podría explicar por qué. Él estaba viendo televisión con el papá cuando llamaron a la puerta, el papá salió. Algo le dijeron al hombre, algo respondió él, le dispararon varias veces y mi amigo salío corriendo de la casa gritando, suplicando, que también lo mataran a él. El asesino escapó en una moto y eso es todo lo que sé. Los detalles no los tengo del todo claros porque me cuesta preguntar sobre esas cosas.

Su familia se fue de la ciudad, casi toda menos él. Él se quedó en mi casa. Estaba obsesionado con la venganza y lleno de un dolor que lo consumía. Es dificil ver a un hombre adulto tan lleno de dolor y rabia al tiempo, pero en un niño ( debía tener 10 o 11 años) es devastador. Yo no sabía qué decirle, cómo ayudarlo.

No sé de quién fue la idea, quizás se le ocurrió a él... El asunto es que un día concluimos que él necesitaba decirle cosas a su papá, cosas que se había quedado sin poderle decir. Y a mí se me ocurrió una manera en que podía hacerlo: escribiendole una carta.

Ahora, no estaba hablando de escribir todo en una carta y dejarla guardada en el escritorio. Escribir la carta era el primer paso, era lo obvio; lo que a mí se me ocurrió fue una manera de hacersela llegar.

Llamenme inocente, pero creo en la magia. Ya lo hacía en aquel entonces y se me ocurría que un ave podía llevar la carta al cielo, el más alla, el valhalla o donde quiera que estuviera el papá de mi amigo. Claro que no cualquier ave, tenía que ser un golero.

Ahora de adulto pienso que el golero es una buena elección porque es un ave carroñera, vive entre la muerte. Además, siempre está en los tejados mirando a los vivos moverse, como si nos cuidaran, como si fueran ángeles disfrazados. En ese momento no los elegí por eso, los elegí porque se paraban en el techo de mi casa y atardecían allí. Eran los pájaros que teniamos a mano.

Entonces le pedí a mi amigo que escribiera su carta, la pusimos en un sobre, subimos al techo, la colocamos sobre los tanques del agua del edificio, pusimos unas piedras sobre ella para que no se la llevara el viento, y bajamos.

Le dije a mi amigo que debía decirles a las aves que le hicieran el favor y se llevaran la carta. Él lo hizo. Sé que ninguno de ustedes lo haría, pero él lo hizo. No sé porque me seguían en mis ideas locas...

Para que los goleros no se cohibieran (son aves muy penosas así ustedes no lo crean) entramos al apartamento. Diez minutos despues volvimos a salir y la carta ya no estaba. Las piedras seguían allí, pero la carta había desaparecido.

Ahora, ustedes pueden creer lo que quieran. Quizás el viento se la llevó; quizás alguien nos vio y la escondió para convencernos de que la magia es posible... No sé, yo creía firmemente que la carta había llegado a su destino. Mi amigo, en cambio, no parecía muy convencido.

Una semana despues me desperté en medio de la noche y descubrí que él no estaba en el cuarto. Pensé que estaría en el baño y me preparé para seguir durmiendo, entonces escuché la puerta de la calle abriendose y,con cuidado, me asomé. Era él que entraba. Contento de que no fuera un ladrón volví a mi cama, él se acostó en la suya y me preguntó: ¿estás despierto? Yo le dije: sí. Y el me dijo: estaba mandandole otra. Yo no le respondí nada y me dormí profundamente.

Yo no sé si él insistió por desesperación o por esperanza, pero insistió. Y quiero creer que le ayudó.

Mis amigos eran un tipo duro y un tipo popular, yo nunca supe qué era lo que yo brindaba al grupo. Hoy creo que quizás yo aportaba magia, y no sé si ustedes crean en eso, yo sí y, si me invitan a su vida, eso es justamente lo que les voy a aportar, nada más.

jueves, 19 de febrero de 2015

Zapatos Rojos

Bogotá, 19 de febrero, 2015.

Estimado señor zapatero:

Usted no sabe por todo lo que me ha hecho pasar, he llorado lagrimas de sangre y todo por culpa suya, sólo suya... y bueno, mía, porque si yo fuera menos inocente no hubiera confiado en un hombre como usted, que más que hombre parece un puerco peludo en dos patas.


Una no puede confiar en un hombre como usted que parece alimentarse exclusivamente con cerveza y empanadas de esas de doscientos, y que se deja la camisa abierta para que todos puedan ver su peludo ombligo que debe llevar años sin lavarse. Un hombre como usted no entiende de buen gusto, de la buena vida, de moral ni ética, a usted no le importa en lo más mínimo el bienestar de los otros, ni siquiera le interesa hacer bien su trabajo. Usted nada más agarra su martillo y se pone a golpear los zapatos a la buena de Dios, como un gorila. Y es que eso es usted, un gorila que quiere imitar a los zapateros pero sólo sabe causar estropicios. 

Usted es de esos que creen que la vida es mirar morbosamente a las mujeres lo noté varias veces mirando mi escote fijamente y ni siquiera tuvo la decencia de esperar a que lo no estuviera viendo, tomar cerveza, comer grasas y soltar ruidosos pedos todo el día. Y es por eso que le dió el trato más vil a mis humildes zapatos de tacón. La elegancia no tiene cabida, ni sentido, en su vida. Y no, señor, las cosas no son así. Verse bien es parte fundamental de vivir en una sociedad, cualquier sociedad, y le diré que no es facil. Una se maquilla, se faja, se peina, se depila, se perfuma, usa sólo ropa que esconda lo que sobra y compense lo que falta, aprende otros idiomas para saber decir ui a los franceses, ja a los alemanes y yes a los ingleses, porque además no basta con verse linda, hay que saber de todo. Ya lo decía mi madre: nada es más feo que parecer ignorante.

Y yo he sido una mujer dedicada a mantener una buena imagen desde muy pequeña, y todo, TODO, se vino abajo ayer por culpa de mi inocencia y de su incapacidad profesional. Yo le había llevado mis zapatos favoritos para que los arreglara porque necesitaba usarlos ayer cuando el gran jefe eligiera a la persona que trabajaría con él. Y es que usted tendría que ver al gran jefe, es todo lo contrario a usted: rubio, con los ojos azules y unos labios delgaditos pero lindos, además es alto y elegante; un día lo vi saliendo del gimnasio, vestía un esqueleto, y es lampiño como un recien nacido. Sólo de pensar en él me emociono, y no es sólo que sea lindo, es que es culto, ese sí sabe decir ui, yes y ja de verdad y no solo de fingimiento. Además quién sabe que más sabrá decir porque hace muchos negocios con los chinos y que les habla en su idioma con fluidez. Y lo mejor es que es soltero; bueno, divorciado pero es lo mismo porque todavía es joven y ambos nos hubieramos visto beneficiados con nuestra sociedad, hubiéramos podido aprender mucho el uno del otro. Pero ya no se puede, y es todo culpa suya.

Ayer fui contenta a donde usted a buscar mis zapatos antes de entrar al trabajo, llevaba puesto un traje rojo que hacía juego con los tacones, una medias de mallas negras que sé que a usted le gustaron porque no me podía quitar los ojos de encima, y en la mañana había dedicado dos horas a maquillarme para dar la impresión perfecta. Ese puesto debía ser mio, igual que el gran jefe.

Imagine mi sorpresa cuando intenté ponerme los zapatos y descubrí con terror que sólo me entraba un pie. No me era posible quedarme con las zapatillas que había traido de casa porque sin los quince centímetros extra de los tacones paso de sensual a rechoncha. Así que hice de tripas corazón y embutí el otro pie en el zapato. Pero eso no es todo, cuando quise caminar hasta el escritorio descubrí que, usted, no solo me había reducido una talla del zapato sino que, además, le había quitado unos cinco centímetros al tacón derecho para, seguramente, agregárselos al izquierdo.

Me sentía como un monstruo bamboleandome por los pasillos de la oficina y nada más llegar al escritorio me quité los zapatos. Por cierto, la nueva cubierta interna que le puso SIN MI PERMISO es peluda, pica y creo que me produce alergia. Pensé en varias opciones para resolver mis problemas, incluso llegué a considerar pegarle con cinta un tarro de liquid paper al tacon corto y pintarlo todo con un marcador, pero entonces me llamaron a la oficina y no tuve más opción que volver a ponerme los zapatos, aguantarme las lagrimas y hacer todo lo posible para no caerme.

Si yo no hubiera tenido los ojos llorosos cuando entré a la oficina, hubiera encontrado alguna excusa para no agarrar el plato que me ofrecían, un plato que sostenía un pocillo con un café negro que aún hervía. Me pidieron que se lo llevara al gran jefe y no encontré como decirles que no. Logré llegar a él sin botar ni una sola gota. Entonces él me miró de arriba abajo, como sabía que lo haría, y sonriente me dijo: Lindos zapatos. Su halago me distrajo, hice el gesto de girar para que los mirara mejor, yo sí sabía que le iban a gustar, y es entonces cuando los diez centímetros de tacón faltantes me hicieron caer al piso como un bulto de papas. Pero lo malo no es haberme caido sino haberle derramado todo el café encima al gran jefe.

Quizás usted se ría, pero al gran jefe no le hizo pareció nada gracioso. En consecuencia, no solo no me dieron el puesto sino que casi me despiden del que ya tenía.

Así pues le escribo para cobrarle, pero no el dinero que le pagué por las reparaciones, ni tampoco los zapatos que me arruinó, sino un hombre, así, elegante, guapo y culto como el que me hizo perder. Yo no sé de donde lo va a sacar pero me lo debe. Le recomiendo mirar entre su clientela, a la que llamó lo recuerdo claramente  selecta y numerosa, revise si hay en ella un hombre preferiblemente de esos que se parecen a George Clooney, el actor peliblanco que le regale a usted constantemente dinero para que le dañe los zapatos. Piénselo, revise, y si hay alguno así y usted me lo presenta, yo le prometo que no vuelve a verme la cara. Y quizás, si nos va muy bien, podría presentarle a una prima mía a la que usted me recuerda.

Gracias por la atención prestada.

Gloria.

sábado, 14 de febrero de 2015

Algo anotado al despertar

Las colas de los mandriles
siempre me han recordado a Dios
Así, con mayúsculas
y omnipotencia.
Por eso visito las iglesias
con la intensa alegría infantil
que solían despertarme los zoológicos.

jueves, 12 de febrero de 2015

Una niña llamada Laura

Laura, a sus nueve años, era una niña de letras. No sólo porque invariablemente mantenía un libro, cualquiera, cerca de su cuerpo para leerlo en cualquier momento en que le fuera posible, sino porque, a fuerza de ver letras todo el tiempo, empezaba a parecerse a ellas.

Sus piernas eran dos L, eran largas, rectas y delgadas, y terminaban en unos pies que parecían demasiado largos para su altura. Su tronco era una T de la cual brotaban dos V, sus brazos que siempre estaban en posición de lectura. Su cabeza era una U con una G a cada lado. Y sus ojos, perfectamente redondos, a lado y lado de la J que era su nariz, parecían formar OJO. Finalmente, de la parte superior de su cabeza brotaban innumerables hilos que leían SSSSS.

Durante las clases, el recreo, los viajes en bus, las visitas al doctor, el desayuno, el almuerzo, la cena, las onces; los cumpleaños suyos y ajenos; antes de dormir y después de despertarse; en las clases de gimnasia, historia, matemáticas, literatura y ciencias naturales; donde quiera que estuviera, a cualquier hora, siempre estaba leyendo o deseando hacerlo. Su madre le auguraba una vejez rodeada de libros polvorientos y cientos de gatos. Nunca se le había ocurrido que las cosas podrían terminar de otra manera. Y, entonces, Laura dejó olvidado un libro sobre la mesa de la cocina.

Era un libro negro con pasta de cuero. Estaba bocabajo y mirándolo por afuera se notaba que Laura había marcado, doblándoles una esquina, varias páginas. En la portada tenía un pequeño rectángulo de papel cosido que le servía de única identificación.

La señora no sabía que pensar. En principio no le gustaba la idea de que su hija estuviera leyendo sobre brujería y esas cosas malas que nunca llevan a nada bueno y que siempre requieren de ropa negra, con lo caliente que es ese color y en esta ciudad que es caliente como ella sola, pobre niña que por andar en malos pasos se me va a terminar insolando, y se va a desmayar en plena calle y con ese poco de hombres malos que habitan en el mundo, que hay mujeres malas pero es distinto porque se me priva mi niña y quien sabe que le podría pasar, si acaso ni vuelvo a verla, mejor le quemo el libro o se lo escondo porque ninguna hija mía va a andar caminando por las calles vestida de negro a pleno mediodía.

Por otro lado, le alegraba saber que había alguien en el mundo capaz de hacer que Laura se olvidara de la lectura, así fuera por un rato. Quizás en el futuro pudiera llegar a tener nietos.

Laura extrañó el libro nada más sentarse en el bus pero ya no se podía devolver. Calculó que el viaje en bus solía durar veinte páginas, durante las clases siempre lograba leer unas veinte más, entre los dos recreos podría haber avanzado otras treinta, y, finalmente, veinte durante el regreso a casa. Por no llevar un libro había perdido noventa páginas de lectura, era toda una tragedia.

Entonces recordó qué libro estaba leyendo y sintió miedo de que su mamá lo hubiera encontrado. No le importaba que supiera que leía sobre magia y hechicería, pero no quería tener que admitir ante ella que estaba enamorada.

Repasó mentalmente el ritual que había estado preparando, alcanzó a hacerlo cinco veces antes de llegar al colegio. No se le había olvidado nada, estaba segura. Además, si todo salía bien, no tendría que admitir nada, esa tarde todo estaría resuelto.

Durante la hora de matemáticas se excusó para ir al baño. Salió del salón, respiró profundo, bajó las escaleras, se asomó a una ventana y lo miró. Tenía la camisa por fuera del pantalón, y una mancha de tierra en el hombro. Estaba sentado en la última fila, con la cabeza sobre los brazos aparentando estar dormido. Laura dejó que una sonrisa enamorada revoloteara en sus labios y prosiguió su camino.

El ritual era sencillo. Sólo tenía que escribir el nombre de él y todas las cosas que recordaba en un papel, había dedicado a esa tarea toda la noche anterior. En la última hoja anotó, rapidamente, que acaba de verlo durmiendo y que la brisa del abanico hacía que su cabello rizado se meciera como un campo de trigo. El siguiente paso era anotar las palabras mágicas Opera Tenet Olvidum en el dorso de cada página.

A continuación hizo un rollo con las hojas y le prendió fuego con un encendedor que había traído. Arrojó el rollo en un lavamanos y lo vio consumirse. Cuando ya solo quedaban cenizas abrió el grifo del agua y dejó que las cenizas fueran arrastradas por la corriente.

Con eso, había terminado el ritual y le había tomado menos tiempo de lo que esperaba.

Lo gracioso era que no se sentía diferente. Probó a recordar la primera vez que lo había visto, y allí estaba, nítida. Era un jueves en que llovía y él había quitado de la pared la tabla de corcho y la había usado como un paraguas para evitar que ella se mojara. Tambien recordaba esa ocasión en que él le había dicho... ¿qué le había dicho? ¿En qué estaba pensando? El baño estaba muy silencioso, y se arrepintió de no haber llevado un libro.

lunes, 2 de febrero de 2015

¿Te acuerdas de Óscar?

Sí, sí lo conociste, tienes que haberlo conocido, se graduaron el mismo año. Tuviste que haberte cruzado con él en alguna clase. Era un chico alto con el pelo crespo y largo.  ¿No te suena? Tenía un olor muy peculiar, como rojo. Es el mismo que una vez nos dijo que quería ir a ver fantasmas en la candelaria y que ya había hablado con los dueños de una casa. ¿Ves que sí lo conociste?
 
 Vale, hazte para acá, lejos de la ventana. Anoche me llamó. Eran como las dos cuando me despertó el celular. Vi el número y pensé que es una falta de sensibilidad llamarlo a uno a esas horas desde un teléfono desconocido, pero cuando volvió a llamarme le contesté porque, aja, me parece maleducado no contestar cuando a uno lo llaman dos veces seguidas.
 
 ─ Men, es Oscar ¿qué?, ¿estás en tu casa?
─ Bueno y ¿dónde más quieres que esté a esta hora?
─ Vale, esperame que ya llego por alla.
Y me colgó... Me sentí tentado de llamar al portero y decirle que había un sujeto persiguiéndome y que si llegaba a un buscarme un tipo, así y así, llamara a la policía. Pero pensé que debía tener una razón para buscarme después de tres años sin vernos más que por Facebook, así que me vestí, me lavé la boca y bajé a esperarlo.
Cuando llegó me abrazó y noté que estaba temblando. Su gesto duró un poco más de lo recomendado por los manuales de urbanidad y pude sentir la mirada reprobatoria del portero en mi nuca.
Tú nunca lo conociste bien; él siempre fue así, muy afectuoso y expresivo. Le indiqué el  ascensor y le dije al portero: ─Lo acaban de atracar y quedó como turuleto. El tipo me respondió con un hmmm que me sonó algo prejuicioso.
En el apartamento, aceptó tomarse una cerveza y empezó a contarme por qué me había llamado.
─ Bururupimpan. Blaaaquiiimmmmaaaaeeeepse. OK. Mmm, lo que ocurre es lo siguiente, algo raro ha estado pasando. Hace una semana recibí un mail que decía: Oscar, eres una mierda.
─ Spam, o ¿qué?
─ No, no era spam. Marica, ¡era un mensaje de verdad!. Y lo mandaba una vieja diciendo que se había sorprendido mucho de encontrarme en la ciudad, que aún sentía algo por mí, y que cuando le había propuesto encontrarnos se había emocionado de verdad. Pero que ya podía ir olvidándome de ella porque no había aparecido y eso demostraba dos cosas: que yo soy una mierda y que ella nunca me había importado. ─ ¿Todo eso te decía?
─  Pues, eso fue lo que entendí. Era un mensaje largo, rabioso y dolido, pero no podía parar de leerlo aunque se burlara de mi virilidad.
─ Y ¿es verdad todo lo que dice?
─ Es que ahí esta lo raro, yo nunca he oído su nombre en mi vida. Angela Muñoz, ¿te suena?
─ Nada, Ángela Muñoz, Angie Muñoz, Angelita, Ángela. Pues, mira, Ángelas conozco un poco pero no, así el nombre entero no me suena.
─ A mí menos. La vieja dice que fuimos novios por tres años, y que terminamos porque la engañe cuando me fui para Boston.
─ ¿Estuviste en Boston?¿Cuando?
─ No, yo nunca he salido del país.
─ Entonces, ¿qué? ¿Está loca?
─ Ajá, eso pensé al principio. Pero la busque en Facebook y resulta que somos amigos, y no sé en que momento la agregué. Además, hay fotos suyas en que aparecemos ambos. Y no puedo ser yo pero no puede ser otra persona. Soy yo, marica, mi cara, mis manos, mi ropa, mi cicatriz en la frente. Me dio un poco de susto pero, aja,  pensé que todo debía ser un chiste, una cámara escondida o alguna vaina así. No me preocupé, ¿ya? Y creo que debí haber hecho algo, pero tampoco sé que podría haber hecho, osea, ¿qué hace uno en una situación así?
─ No sé... Se llama a la policía por  usurpación de novias posibles o algo.
─ Men, no es un chiste, es en serio, mira... hoy... hoy pasó algo y... no sé....no sé.
─ Te mandó otro correo o ¿qué?
─ Ojala hubiera sido eso. Ojala... Mira, hoy llegué a mi edificio como a las once del trabajo y, nada más entrar, el celador me preguntó: ¿Bueno, y usted en que momento se me salió? Se rió y no le pare bolas. Cuando llegué a mi piso me di cuenta de que la luz de mi apartamento estaba prendida, se salía por debajo de la puerta. Y mira, no sé si me creas pero te juro, te juro por mi madre, que me escuché hablando allá dentro. Y entonces me acordé de lo que el portero me había dicho. Él ya me había visto entrar..., yo tenía mis llaves en la mano, las volví a guardar y salí corriendo.  Le dije al portero que iba a comprar algo y me fui.
─Y ¿entonces me llamaste?
─ No... me quedé pensando en qué iba a hacer, es que, si tengo un doble ¿cómo carajos averiguó donde vivo? ¿Y cómo consiguió las llaves? Me metí en un Carulla 24 horas y caminé y caminé hasta que se me ocurrió llamarte.
─ Ajá y ¿por qué a mí?
─ Porque sé donde vives y porque tú siempre has sabido de esas vainas, yo no. No sé si volver a mi apartamento mañana, no sé si ir a trabajar, no sé si debo contar todo esto a mis amigos, no sé qué hacer y tú eres muy inteligente. Dime qué hago.

Hablamos hasta que amaneció, entonces se acostó en mi sofá y se quedó dormido. Yo me bañe, me tomé un café bien negro y vine aca. Antes de salir lo ví allí, dormido y le escribí una nota diciendole que se tomara las cosas con calma, que en la nevera había comida, y que si quería cambiarse del sofá a la cama, por mí, no había problema.
Te preguntarás por qué te cuento todo esto si a duras penas conoces a Oscar, vale, lo que pasa es que desde que llegué a la oficina lo he estado viendo allí al frente. Mira disimuladamente, ¿si lo reconoces?
¿Ves que sí lo habías conocido antes? Bueno, acabo de llamar al numero de anoche y el Oscar que deje en la casa todavía estaba durmiendo.

domingo, 1 de febrero de 2015

Inventario breve

Tengo:


  • Estos ojos mios,que buscan mensajes secretos hasta en las primeras letras del horóscopo y los menús de cafeterías, y que se cansan de no encontrar
  • Estos diez dedos con que nací y que juegan a esconder declaraciones de guerra y cariño entre las letras de "buenos días", y que, no sé, siento que insisten inútilmente.
  • Un cerebro, fijamente encajado en la caja craneal, que da vuelta al mundo, que planea itinerarios, y que sueña constantemente con abrazos que no dará. Un cerebro del que digo siempre: ni lo vendo ni lo compran.
  • Dos pies que caminan como saltando, que se arrastran melancolicos, que a veces se olvidan de que existen y que tienen, cada uno, cuatro apendices pequeños y uno grande.
  • Una columna que se dobla y duele, que recorre mi espalda desde las nalgas hasta la cabeza y que, cuando estoy de pie, mantiene alejada mi cabeza de mis rodillas, lo que se me antoja claramente simbolico.
  • Una boca que es más bien el punto de entrada a un tubo compartimentado que concluye en un esfinter en que nunca pienso cuando estoy ingiriendo comida.
  • Una nariz que quisiera ser aventurera y lanzarse a oler el mundo entero con el ansia rabiosa de un moribundo.
  • Cabellos, miles, millones de ellos, repartidos por mi cuerpo, cabellos librepensadores y rebeldes...
  • Uñas como ovalos achatados...
Y cientos más de cosas que creo debería inventariar por si, alguien, algun día deseara que se las compartiera o heredara.

miércoles, 21 de enero de 2015

La vida

Esta mañana me desperté, como todas las mañanas, con una perra lamiendome la cara. La bajé de la cama, la saqué del cuarto ( mi puerta se abre si la empujan porque tiene la cerradura dañada), y planeaba dormir un rato más, pero mi tia me dió una noticia que me quitó el sueño: A mi tio Raúl, con quien compartí hogar durante años, le dió un infarto y está en cuidados intensivos.

Me quedé tieso. Mi tio es una de las personas más saludables que conozco, o no, no sé. En todo caso, uno recibe una noticia como esa y ¿qué hace? ¿Llama?¿Escribe?¿Llora?¿Reza?¿Lo ignora y vuelve a dormir hasta que sea una hora más adecuada para procesar esas noticias?

Yo soy terrible lidiando con las tragedias en las vidas de otras personas. No sé qué decir, no sé qué hacer, solo me quedo allí escuchando con miedo de tener que decir algo. Así que miro a la persona fijamente, sonrio si siento que debo hacerlo, digo los clichés necesarios, y a veces digo cosas que siento pero que son bastante estupidas.

De mi ultimo año del colegio hay dos cosas que decir: que yo me escapaba a menudo de clases y que me gustaba una chica llamada T. T era amiga de una amiga mia. Un día acordamos salir yo, T, nuestra amiga en común y el novio de esta amiga. Quedamos en que el viernes sería excelente y ese día, para arreglarme temprano y dar una buena impresión de calle, me escapé de clases a eso de las 10.

Cuando ya estaba listo, a eso de las 3, llamé a T. Quería confirmar cuando nos ibamos a encontrar y en donde. Incluso había mirado la cartelera de cine y sabía qué podríamos ver.  La saludé emocionado, y ella me dijo llorando que esa mañana su mamá se había muerto. La habían recogido casi al mismo tiempo en que yo me escapaba, así, aunque avisaron a todos los demás compañeros, yo no me había enterado. Los planes, sobra decirlo, se cancelaron.

Esa noche, junto con nuestra amiga, la visité. Ella estaba llorando desconosolada y yo permanecia en silencio mientras familiares, amigos y conocidos le decían cosas bonitas. Me sentí completamente inutil. Y es una sensación que, cada vez que recuerdo ese día, me invade de nuevo. Al partir, sin haber dicho más de cinco palabras, le dí un abrazo y le dije: "Si pudiera quitarte todo el dolor y sentirlo yo, lo haría." Entonces me fuí.

Ese soy yo en esas situaciones. Un tipo silencioso que luego dice cosas pendejas que arruinan por completo toda posibilidad de acercamientos posteriores.