viernes, 4 de noviembre de 2016

Prologo para el libro de un amigo.

Antes de permitir que el lector o la lectora se sumerjan en la agradable lectura del presente libro, me veo en la obligación de invitarle a demorar su satisfacción  para leer unas cuantas palabras previas que no han de brindar mayor claridad sobre Edwin Varjal como autor ni sobre su obra, trayectoria o planes futuros, pero que, en cambio,  espero que ayuden a dilucidar la forma en que este libro llegó a existir y mi importante participación en ese proceso.

Estudié con Edwin, a dos pupitres de él, durante el año 1998 cuando hacíamos nuestro noveno grado. Era el nuestro un claustro árido y avejentado en el que la única tecnología aprobada eran los oxidados abanicos que colgaban amenazantes en los techos de todos los salones. Era un colegio con alma de correccional en el que las clases de literatura se reducían a memorizar el nombre de los autores y sus obras más relevantes.

Para entonces él ya era una joven promesa de las letras y su talento le había ganado el sobrenombre de “poeta” que le seguiría el resto de su vida, y que era usado por compañeros y docentes sin ningún rastro de ironía. El hecho de que tal prodigio hubiera florecido en el colegio lo hacía aún más notable y promisorio.

Ese mismo año, como si el talento de Edwin nos hubiera contagiado,  cuatro personas empezamos a escribir con diversos grados de fortuna y talento.  Aunque yo era el peor de la manada, o quizás por ello, Edwin sentía mucha más afinidad conmigo que con cualquiera de los otros escritores en ciernes. A menudo me tomó por el brazo o me hizo una señal que significaba que necesitaba hablarme. No pocas veces este llamado ocurrió en medio de una clase, pero yo acudía de todas formas y juntos huíamos del salón sin que nadie dijera nada.

Y es que su reconocido talento le brindaba atribuciones de las que no gozábamos el resto de los mortales. Sólo él podía abandonar las clases que le aburrían para ir a refugiarse en una diminuta biblioteca escolar, en la que más de la mitad de los ejemplares habían superado ampliamente los cien años, o pedir silencio al salón entero, profesor incluido, por miedo a que tanto ruido inútil le hicieran perder la musicalidad de una frase o extraviar una idea particularmente buena.

Casi invariablemente, cuando me llamaba a él era porque quería compartir conmigo su más reciente idea para una novela, el argumento de un cuento que planeaba escribir un día cercano —cuando las musas le dieran algo de descanso —, o el título de su próximo poema que siempre prometía mostrarme antes que al resto del mundo. Muy de vez en cuando me enseñaba frases garrapateadas en su cuaderno, rodeadas de anotaciones, rayas y símbolos que me resultaban incomprensibles. Me aseguraba que no era importante, ni posible, que las entendiera, porque el genio sólo puede ser comprendido por sí mismo. Lo fundamental era, y lo decía muy a menudo, que esas eran las semillas de las que germinarían los libros que le ganarían el nobel de literatura, sólo le hacía falta averiguar qué hacer con ellas, cómo sembrarlas, insistía.

Yo escuchaba y memorizaba cada una de sus palabras con una inocultable admiración artística. Y es que mientras yo escribía cosas como:

"Si vinieras a mí
con un beso en tus labios,
te seguiría
hasta que todo acabe.
Así que dale
bésame,
bésame,
bésame,
no seas mala.”
Beso condicional (1998)

él sabía idear poemas como pulidos diamantes —la comparación es suya— : brillantes, cortantes y claros. Era como si en vez de leche le hubieran alimentado con poemas de Machado, Whitman y Baudelaire, o como si sus primeras palabras no fueran “papá” y “mamá”, sino:

“Nunca seré demasiado viejo
para ver la inmensa noche alzarse,
una nube con más estruendo que el mundo
y el monstruo hecho de ojos” 

Lo que más me impresionaba de él era su indetenible inventiva. Tenía listas, para entonces, aproximadamente mil setecientas dieciséis obras —mil quinientos poemas, ciento ochenta cuentos y treinta y seis novelas —a las que solo les faltaba ser plasmadas sobre el papel. Y esto, me decía Edwin, era apenas un formalismo prácticamente innecesario.

Con el fin del año escolar vino también el de nuestra amistad. Sus padres habían decidido que lo más conveniente para su brillante vástago era estudiar en casa, a su propio ritmo, y presentar un examen  para validar bachillerato.

Nunca volvimos a encontrarnos, pero yo, que no he dejado nunca de admirarlo, tomé la costumbre de leer todas las reseñas literarias en los periódicos y revistas culturales con la esperanza de encontrar su nombre relacionado con un libro, una obra de teatro,  un premio o un análisis ácido y encantador —como todos los que había escrito para clases— sobre cualquier persona o tema.

El año pasado me contactó una mujer desconocida. Me dijo que era la exnovia de Edwin y que quería hacerme llegar unos cuadernos que él había dejado en su casa. Cuadernos que él había demostrado mucho interés en recuperar y ella, en arrojarlos a la chimenea.

No quise preguntarle las razones por las que se negaba a devolverle los cuadernos, pero, en cambio, inquirí por sus motivos para entregármelos. La razón era, según me explicó, que los había ojeado y descubierto que mi nombre era mencionado de forma negativa en más de la mitad de las anotaciones. Y le parecía que, siendo yo el principal agraviado por la existencia de esos cuadernos, debía ser yo quien tomara la decisión de qué hacer con ellos.

No mentiré, leer los textos me afectó profundamente.

Recuerdo particularmente un cuento en el que un grupo de extraterrestres están considerando demoler la tierra para construir un parque de diversiones. Deseosos de tomar una decisión informada, los alienígenas visitan diversos lugares de la tierra. Van a ver peliculas, asisten a un atentado terrorista, participan como recreacionistas en fiestas infantiles, observan las condiciones carcelarias y se interesan en la criminalidad humana, dedican días a escuchar la música de los grandes compositores humanos —se interesaron particularmente por los violinistas— y finalmente asisten a un recital poético en el que yo participo. Después de verme, la decisión les resulta clara, destruirán el mundo y el narrador no deja ninguna duda de que es mi culpa.

“Cuando Raúl terminó de leer, cada persona en el recinto suspiró aliviada. Luego, todos guardamos un cuidadoso silencio. Frente a mí, un hombre soportaba estoicamente los pinchazos de un mosquito en la nuca. Se notaba que quería matarlo, pero no se atrevía por miedo a que Raúl confundiera la palmada con un aplauso. “No podemos permitir”, dijo el más alto de los grises cuando se hubo repuesto, “que un mundo capaz de producir a un artista tan soso como ese siga existiendo. Es una lástima por Paganini, pero mi decisión es final”. Los miembros del comité nos desearon mejor suerte para la próxima.”
 
Por otro lado, en los cuadernos descubrí varias narraciones que deseé poder compartir con el mundo. Esa, y no otra, es la razón por la que intenté contactar a Edwin durante casi cuatro meses. Quería ayudarle a organizar un libro y publicarlo. Cuando finalmente contestó, me hizo saber que no estaba interesado en el proyecto. —Ya sabes lo que pienso de ti— me dijo —, pero haz lo que quieras con esos textos, suponte que los escribiste tú.

Eso he hecho. Los he corregido, seleccionado y publicado con el mismo cariño que les hubiera dedicado si los hubiera escrito, si fueran míos. Pero también he intentado dejar muy claro que fuera de este prólogo, que Edwin hubiera encontrado insufriblemente innecesario, no hay en todo el libro nada que me pertenezca.

Las veinte narraciones que se pueden encontrar a continuación son todas las que me atrevo publicar de los doscientos trece textos contenidos en los tres cuadernos que poseo. Los ciento noventa y tres textos restantes, son narraciones difamatorias u burlescas sobre mí u otras personas. Estos no son, sin embargo, malos textos en general. Admitiré que disfruté mucho leyendo todos aquellos que no trataban de mí, pero no me atrevo a publicarlos por miedo a molestar o incomodar a otras personas.

Sólo queda invitar al lector o lectora a disfrutar del resto del libro, que, lo prometo, es mucho más interesante que esta introducción.

lunes, 2 de mayo de 2016

Tortuga

La semana pasada, Silvia, mi psicoanalista, me refirió, extraoficialmente, a una profesional de otro rubro; me recomendó que contratara los servicios de una prostituta. No quiso decirme para qué debía contratarla, en qué podría beneficiarme ni dónde podría encontrar una, pero decidí hacerle caso.

Su recomendación se debe a un sueño recurrente que llevo meses teniendo: que soy una tortuga. Cuando le conté el sueño, ella no me dijo nada inmediatamente, pero luego me pidió silencio cuando intenté seguir hablando. “¿Eras una tortuga verde?” me preguntó. Yo asentí y ella sacudió la cabeza lentamente como si ese color fuera la confirmación de una mala noticia. “Esto es malo”, dijo entonces, “y ¿estabas en una playa?”. “Sí...” empecé a responder, y ella me detuvo con un gesto.  “Creo que eso de la tortuga tiene mucho que ver con tu soltería crónica. Ya Freud lo decía, que los sueños en que el yo se identifica a sí mismo como un reptil, un insecto o un político, son una señal inequívoca de que el sujeto se está disociando de su sexualidad...”. A mí, en cambio y no es por contradecir a Silvia, me parecía que el sueño debía significar algo más inocente: que extraño la playa, desearía poder viajar o me siento gordo y lento como una tortuga...

El hecho es que salí de su consulta con una receta médica en que constaba que requería de los servicios de una profesional del sexo por razones de terapia psicológica. Sin saber dónde empezar a buscarla, acudí a un amigo que me daba la impresión de que tenía experiencia en esas cosas. “Dejalo en mis manos”, dijo, “conozco a la indicada”.

Así es como el lunes en la noche me encontré en un cuarto de hotel esperando a una mujer desconocida y con ganas de esconderme bajo la cama para que cuando llegara ella, con mi amigo o sin él, creyera que ya me había ido. Por otro lado, siempre me he tomado muy en serio mi salud mental y si mi psicoanalista consideraba que esa era una experiencia por la que tenía que pasar, quizás debía quedarme  allí sentado y dejar que las cosas pasaran.

Violet, la profesional, se veía muy distinta a lo que esperaba. Vestía como una persona normal y corriente, no estaba usando tacones, ni maquillaje y creo que ni siquiera se había peinado antes de llegar al hotel; era como si acabara de salir del trabajo. “¿Eres Violet, en ingles o Violeta?” le pregunté cuando nos presentamos. “Con una ye”, me respondió, “Eso me permite cobrar más, es como de más clase, ¿ves? Hablando de eso, ¿te molestaría dejar mi dinero sobre la mesa de noche?”.

“No hay problema”, me levanté para hacer lo que me había pedido. “No es que importe”, dijo viéndome de píe “, pero ¿de verdad tienes una receta?”. La saqué de mi bolsillo y se la extendí. “¿Te molesta si le tomo una foto? es que esto es muy chistoso, nunca había visto algo así y quisiera compartirlo, ¿puedo decir que se la dieron a un amigo?”. “Dale”, respondí.

“¿Qué quieres hacer?” me preguntó mientras se desvestía.  “No sé, ¿qué se suele hacer en estos casos?” Puso cara de estarlo pensando mientras recogía su  ropa del piso, la doblaba y la ponía cuidadosamente sobre una silla. “No vamos a usarla, ¿cierto?”, dijo. “No sé, no creo...”

“¿Podemos hablar un rato?” dije para hacer tiempo.  “Claro, pero cuesta el doble, porque es que mi cuerpo no es nada especial, mira: aquí tengo estrías; acá atrás, celulitis; mi pierna derecha es como tres centímetros más larga que la izquierda, y me siento algo acomplejada por el tamaño de mis senos, los dedos de mis pies y la forma de mi ombligo, que, si lo ves bien, está como salido. En cambio, mi mente es increíble. Sé de todo y lo que no sé, lo puedo deducir o inventar, soy una conversadora nata y he estudiado muchísimo; aquí donde me ves, tengo una maestría en artes en crítica, apreciación y creación de productos audiovisuales prehispánicos. Dime entonces, si me vas a pagar lo que vale mi mente, para irme vistiendo”

Tras un cálculo rápido, decidí que era mejor que se quedara desnuda. “¿Y tienes mucha experiencia en esto?”

“¿Lo aparento?” Preguntó con tono dolido.  “No, para nada, si me cruzara contigo en la calle ni siquiera se me ocurriría, es sólo que quizás necesito de alguien más experimentado, finalmente esto hace parte de mi terapia psicológica y no sé si conozcas de estos temas lo suficiente para proponer un plan de acción,  porque yo no, definitivamente no sé qué debería estar haciendo.”

“Yo he estudiado mucho, desde que empecé a ejercer me he dedicado a leer todo lo que podía encontrar sobre sexo. Parece tonto, pero cada hora se escriben diecisiete artículos nuevos sobre la práctica sexual y una como profesional tiene que mantenerse actualizada. Comentame cómo llegaste a esto y quizás recuerde algo”.

“Soñé que era una tortuga”, le conté, “y que estaba en una playa acostada boca arriba”

“Muy interesante, creo que voy entendiendo, ¿eras una tortuga de esas verdes y de patas palmeadas que ponen los huevos en la arena?”, preguntó entrecerrando un poco los ojos. “Sí, de esas”, respondí. “Bueno, por lo menos no eras una galápago, eso hubiera sido muy malo. Si tu amigo me hubiera contado algo de esto, hubiera venido preparada. Pero puedo dejarte una tarea que seguramente te va a ayudar mucho”

“Sería bueno, gracias”, dije aliviado de no haber tenido que quitarme la ropa.

“De todas formas te voy a cobrar porque me desnudé”, dijo acercándose a la mesa de noche. Le respondí que claro, que era apenas lógico.  “Lo que vas a hacer”, empezó,  “es convertirte en una tortuga dos veces al día. Debes acostarte en el piso con un cojín o almohadas sobre tu espalda, y vas a intentar recogerte sobre ti mismo y moverte sin que se te caiga lo que cargas.”

Recibí su consejo con algo de desconfianza, pero lo puse en práctica esa misma noche antes de acostarme y ayer, martes, en la mañana y en la noche. Hoy, durante la sesión, le conté a Silvia todo lo que había pasado y anoté que en los dos últimos días no había soñado con tortugas. “¿Pero has soñado?” me preguntó, y respondí que sí, que había soñado que era una morsa.

Consideró que era un progreso que soñara con mamíferos y preguntó “¿eras una morsa feliz?”. Dije que no, que me siento cohibido por el gran tamaño de mis dientes y envidio a las focas.

“Quizás andas viendo demasiados documentales de animales” sugirió. El hecho es que salí de la consulta con una receta médica en que consta que requiero de los servicios de un biólogo profesional por razones de terapia psicológica.

lunes, 18 de abril de 2016

Caballo de mármol.

Yo no sé qué fue lo que ella vio en mí, porque soy muchas cosas, pero no atractivo, ni poderoso, ni realmente inteligente, ni particularmente talentoso y, aunque algunas personas me consideran encantador, yo mismo a veces me aburro de escucharme contar siempre las mismas cosas. No sé, pero algo debió ver para pedirme que saliera con ella sin dar rodeos, ni lanzarme miradas seductoras, ni preguntarle estrategias de abordaje a sus amigas.

Me propuso encontrarnos el sábado a las 8:00 pm. La cita sería sencilla y corta: una cena en un restaurante que le gusta, seguida de dos cervezas o cocteles, ni uno más, en un bar cercano en el que estaríamos hasta las 10:00 pm, con la posibilidad de alargar la cita hasta las 10:30 pm, según cómo estuviera saliendo. Debo admitir que me gustó que tomara el control de la situación, incluso me emocioné un poco y sentí que mi corazón se convertía en un tambor o un caballo galopante cuando me dijo que no quería perder el tiempo y que me iba a entregar un cuestionario que debía llevar resuelto. "Los primeros quince minutos de la cita los dedicaré a revisarlo, lleva algo con que entretenerte", me dijo," y no te preocupes, tiene poco peso en la nota final."

La cita transcurrió bastante normal en el restaurante a pesar de que por su rostro pude adivinar que no le habían gustado mucho mis respuestas a su cuestionario. "Tienes potencial, chico, me gusta la idea de dejarme seducir por tus encantos" dijo cuando le sirvieron la segunda copa de vino, ", cuando los tengas". Respondiendo a mi expresión sorprendida, continuó diciendo: "Veo todo lo que podrías llegar a ser, pero me preocupa que sigues siendo un adolescente en muchas cosas. Mira, por ejemplo, tus puntajes en cultura: desconoces todo lo mejor de la música, tu conocimiento de Händel, Verdi y Bizet es totalmente nulo; por otro lado, aunque calificaste bien en literatura, hay varios clásicos que a tu edad ya deberías haber leído. Has estado perdiendo el tiempo"

"¿Entonces no te intereso?", le pregunté tras pensarlo mucho y masticar concienzudamente los últimos bocados de mi plato.

"Me interesa que dediques un año a convertirte en una persona completa y madura. Si decides hacerlo, prepararé un programa de cambios para ti que te harán capaz, si los sigues al pie de la letra, de eventualmente convencerme de interesarme en ti. Yo no te diré lo que dicen todas, que quiero que cambies por tu propio bien. Quiero que cambies por mi propio bien, por mi comodidad, porque si me encariño contigo, así sea un poco, y luego tengo que abandonarte por aburrido, va a ser molesto.

“Siempre me ha costado hacer las cosas por mí mismo” le dije sintiendo que había encontrado a la mujer de mi vida, “así que me encanta que me saques de la ecuación y me pidas hacerlo por ti, pero ¿cómo funciona el asunto?”

“Es sencillo, yo te propongo unas metas mensuales que pueden ir variando según tu progreso y todos los meses tenemos un almuerzo de seguimiento para mantenerme informada. Dentro de un año salimos de nuevo, me contestas un nuevo cuestionario y según cómo te vaya nos hacemos pareja, no vuelves a verme, o te doy un mes más de plazo para tomar acciones correccionales que permitan pulir unos últimos detalles.”

Después de eso, la cita fluyó de forma natural y cómoda, cosa que se hizo evidente cuando nos dieron las 11:00 pm en el bar hablando todavía de todas las maneras en que yo podía ser mejor, y ella, con un pequeño mohín fruto de haber roto sus propias reglas, me dijo algo que ya me había dicho antes y que, igual que la primera vez, me puso la piel de gallina: “Tienes potencial, chico” y se despidió lanzándome un beso que posó en su mano de uñas perfectamente rojas y sopló en mi dirección.
De esto hace ya varias semanas. Su plan de acción me llegó el martes siguiente y me llenó de una emoción intensa. Fue como si, tras haber pasado años deambulando sin rumbo, por fin encontrara mi camino. Me he ceñido a las reglas estrictamente, he abandonado la cafeína, la literatura juvenil, los lácteos, la música moderna y las carnes procesadas; también se espera que deje de fumar, pero eso lo estoy dejando para más adelante.  Ahora, en vez de leer cómics o ver películas, dedico todo mi tiempo libre a aprender italiano y cocina.

Mis amigas me han felicitado por mi intención de convertirme en un hombre completo, pero dicen que un año es demasiado, que el programa es excesivo, que no tengo que cambiar tan profundamente para estar con alguien. Que con un par de meses en el gimnasio sería un partido aceptable, que conocen chicas que, en ese caso, estarían dispuestas a tener una cita conmigo.

Lo que ellas no entienden, yo mismo no lo entendía hasta hace un par de días, es que ella no me propuso ser su novio sino su obra de arte. Su escultura, digamos. No sé si cuando se cumpla un año seguirá encontrando en mí eso que la hizo invitarme a salir y romper su cronograma en el bar, o si, al ver su obra terminada, se sentirá aburrida de repente e intentará venderme a cualquiera. Pero no me gusta pensar en eso. Además, dice el cronograma que debo haber dejado de hacerlo para la semana siete porque los caballos de mármol no deberíamos pensar en cosas tristes.

domingo, 13 de marzo de 2016

Jueves 13.

El médium es un tipo extraño. No por algo físico, sin embargo. Es un poco más alto que el promedio; tiene un cuerpo normal, más bien delgado, que se ensancha ligeramente en la cintura; ojos grandes y cejas delgadas que resaltan el hecho de que está empezando a quedarse calvo. Cuando le dije que tenía una frente con ínfulas de imperio, sonrió como si lo hubiera escuchado antes. Tampoco hay nada particular en sus manos, ni en el tamaño de sus pies. Podría parecer rara su persistencia en vestirse según unos preceptos anticuados de elegancia (con una pesada levita, un chaleco en cuyo bolsillo guarda un reloj Ferrocarril de Antioquia, una corbata de lino negro e impecables zapatos de charol), pero es todo parte del papel que representa para sus clientes. Su extrañeza radica en otra cosa y es algo quien no lo ha visto no puede imaginar: produce la impresión de estar a punto de desvanecerse en el aire.

Me abordó el martes para suplicarme que le viera al día siguiente.  Dijo que tenía un visitante que necesitaba hablar conmigo y no le permitía hacer su trabajo en paz. Debe ser mi tío, pensé, que, tras haber leído sobre nuestro encuentro en el parque, quiere convencerme de mostrarle en una luz más favorable y corregir los diversos errores e imprecisiones que pueda haber encontrado. Los muertos tienen demasiado tiempo libre...

El consultorio está precedido por una sala de espera pequeña y lúgubre, apenas iluminada por dos candelabros ubicados a los lados de la puerta que lleva al médium, y un tímido bombillo sobre la que lleva afuera. Las paredes están forradas en fotos de los reconocidos personajes de la política, la ciencia y el arte que acuden al consultorio buscando respuesta a sus dudas.

El consultorio, en sí, es pequeño y sencillo. Consiste en una pequeña mesa circular de madera y dos sillas; las esquinas del cuarto están ocultas tras velos porque, dice el médium, así se mantiene a los espíritus malos a raya. Cuando entré, me señaló una silla y se sentó frente a mí.

“Deme las manos”, dijo e intentó tomarlas por la fuerza. “¿Es mi tío?”, pregunté evitando que me agarrara. “Es su hija”, contestó y apresó mis manos sin ninguna dificultad. “Pero nunca he tenido ninguna” terminé...

“Va a tenerla”, dijo. “Quizás debería explicarle. Yo no soy un médium normal. No hablo con las personas que ya han muerto, mi arte es más complejo y difícil. Soy capaz de invocar a los hombres y mujeres que, si el mundo sigue el curso actual, nacerán en unos años. Sus espíritus me visitan, ponen sus manos en mis hombros y me dicen cuan orgullosos se sienten de conocer a alguien de mi importancia y poder. He recibido a nietos de presidentes, sobrinos de ministros, reyes coronados y madres de emperadores; he escuchado las melodías de los mejores compositores de los siglos veintiuno y veintidós; las vanguardias artísticas que transformarán el arte en los próximos años son, para mí, tan viejas como el renacimiento. Conozco las preocupaciones del próximo año y soy experto en la historia de lo que no ha acontecido. Este talento de dialogar con lo que está por acontecer me ha ganado renombre como consultor para estadistas, inversores y científicos que quieren tener al futuro de su parte.”

“Nunca hago esto para personas comunes. El futuro debería ser solo para los más grandes humanos, aquellos que están dispuestos a dejar su huella sin importar lo que tengan que hacer. Pero en las últimas semanas su hija ha estado causando interferencia en mi talento: un reconocido astrónomo acudió a mí para obtener información que le permitiera concluir rápidamente su investigación. Intenté ayudarle, pero no pude hacer más que invocar a una mujer que le recitó los pronósticos, mes a mes, para su signo dentro de veinte años.”

“Para marcharse, ha puesto una condición: hablarle a usted. La cosa es sencilla. Debe mirarme a los ojos y no dejar de hacerlo. Podrá distinguirla con el rabillo del ojo. No la mire nunca de frente porque el futuro es como un sueño o uno de esos corpúsculos transparentes que flotan en los ojos:  cuando se le mira detenidamente se esfuma.”

Le obedecí y efectivamente la vi. Tenía unos diez u once años, los ojos y el cabello eran oscuros, quizás negros, y parecía estar sonriendo. La saludé tímidamente y ella movió su mano derecha en respuesta. “Cómo te va en el colegio”, le dije sintiéndome paternal. Ella giró los ojos y me hizo saber, con un gesto, que no quería hablar de eso. Claro, pensé, soy un padre, seguro le pregunto la misma vaina todos los días.

Me habló, dijo que quería agradecerme por haber sido un padre cariñoso, por leerle en las noches, por abrazarla, por escucharla con cuidado, por tratarla como a una persona inteligente, por ayudarla a encontrar sus propias respuestas, por guardarle algunos secretos, por cocinarle desayunos deliciosos. Me sentí feliz de escucharla. Entonces me dijo que pronto tendríamos que despedirnos. Sonreí y, seguro de que tendría la hija más maravillosa del mundo, le dije que nos veríamos en unos años.

Cuando el médium volvió en sí, le pregunté si mi hija había cumplido con su parte del trato. Dijo que sí, que volvía a escuchar todas las voces del futuro sin ningún problema. Entonces se me ocurrió que mi hija no me había dicho quién iba a ser su madre y que debería asegurarme de no dejarla pasar.

“¿Puede usted contactar a mí hija una última vez? Le prometo que seré breve”, le dije. Éste aceptó, tomó mis manos, y me pidió de nuevo que le mirara a los ojos. “Ya sabe como funciona”, me dijo, “pero siempre lo repito porque no se debe olvidar”. Esta vez, sin embargo, encontré a otra niña, una chica pequeña y rubia de no más de seis años. “¡Esta no es mi hija!” grité soltando las manos del médium. “¡No es ella con quien quiero hablar!”. “Es la única que le encuentro”, me dijo, “entienda que el futuro siempre está cambiando, que lo que ha vivido el día de hoy ha debido borrar la existencia de su primera hija.”

Lo comprendí todo de golpe. Me supe huérfano de una hija que nunca nacería y que había estado empeñada en ni siquiera existir. El médium quiso saber si estaba bien y me acompañó afuera mientras repetía algo de que el futuro no es apto para todo público. Pienso que tiene razón, sólo lo es para desalmados y valientes. Que se sepa que desde hoy mantendré mi cabeza bien sumergida en el pasado.

viernes, 4 de marzo de 2016

El caso de Europa

— Buenas tardes —empezó el abogado, que ya llevaba un par de minutos mirando al prisionero al otro lado de la mesa —,en vista de que usted se rehusó a contactar a cualquiera de mis colegas, pero no renunció  a ser defendido, me han asignado a mí encargarme de su caso. Para prestarle el mejor servicio posible, me gustaría que me contestara un par de preguntas honestamente, su respuesta no saldrá de este cuarto y, sin importar lo que me conteste, le defenderé con todos los recursos con que cuento. Lo primero es cuál es su nombre, el real.
—Soy Zeus, padre de los dioses y de los hombres.
—Veo en su archivo que insiste en ello, pero ¿Está seguro de que no tiene otro nombre? Algo más... no sé, local.
—Calla, incrédulo, ¿acaso necesito otro? Soy Zeus, eso debería bastar.
—Supongo que podría aducir locura.
—¿Osas llamar loco al gran Zeus?
—No, su señoría, es todo una artimaña para que no lo culpen de sus actos. Pero eso me lleva a la segunda pregunta. ¿Conoce usted a la señorita Europa Gutierrez?
—Conozco a todos mis hijos e hijas.
—¿Cree entonces que la señorita Europa es su hija?
—Todos los hombres son mis hijos.
—Claro, entiendo, porque usted es Zeus, el grandioso inmortal.
— Y ¿qué con eso?
—Nada...nada... solo que... ¿Podría decirme si en alguna ocasión ha tratado con la susodicha?
— ¿Tratado qué?
—Si alguna vez ha hablado con ella, si han compartido un helado o coincidido en un parque...
—No veo la importancia de eso.
—¿Cómo que no? ¿Acaso le gustaría pasar años encerrado en una celda oscura? ¿Quiere que lo condenen por la desaparición de Europa?
—Ningún tribunal puede juzgarme a mí que soy el máximo juez. Y Europa no está desaparecida, sólo la convertí en una vaca.
—Esa es la otra cosa. Dicen su expediente que además del rapto a la señorita Gutierrez, se le acusa de robarse una vaca. ¿Dice que no se ha robado una vaca?
—Digo que la vaca no existe, es Europa transformada.
—Entonces asegura que despues de raptar a Europa (no se preocupe, le entiendo perfectamente), la convirtió en una vaca.
—Yo no la rapté, ella vino conmigo porque nadie puede resistirse a mis encantos.
—Y la convirtió en una vaca.
—Nada es imposible para mí.
—La misma vaca que le acusan de haber robado...
—Exactamente.
—Entonces es todo un gran malentendido, ¿cierto?
—Correcto.
—Entonces no hay nada que hacer. Aduciremos que el defendido está loco —se dijo el abogado a sí mismo mientras abandonaba el cuarto.

lunes, 29 de febrero de 2016

Milagros

Crecí en una familia religiosa y profundamente creyente. Mi abuela materna decía todo el tiempo: "Si uno tuviera fe como un granito de mostaza y ordenara a una montaña que viniera a uno, ella obedecería", y luego añadía que el hombre (lease el ser humano, porque mi abuela decía todo esto antes de que existiera la corrección política) era una masa insignificante al lado de las montañas, y que, por eso, cuando se le ordenaba a un hombre curarse, éste se curaba. Eso sí, las enfermedades, me decía, son medio sordas y hay que hablarles con claridad y fuerza. Algunas, además, requieren de más fe. Para curar una gripa, por ejemplo, medio granito de mostaza era más que suficiente; para curar un brazo roto, se necesitaban dos granos de mostaza, uno para cada mano con que se iba a sobar el hueso. Para levantar un muerto, como ocurre con Lázaro, se necesita toda una patilla de fe, y esa es una cantidad que solo posee una persona cada dos mil años.

Pienso en todo lo anterior porque una amiga me contó que había empezado a practicar biokinésis, que es una técnica en la que el usuario se concentra en transformar su ADN y producir cambios en su cuerpo: perder peso, recuperar el cabello perdido, eliminar enfermedades o, más comunmente, cambiar el color de los ojos.

Mi amiga delira con tener ojos de un azul profundo y límpido. Y para conseguirlos lleva un mes viendo todas las noches, antes de acostarse,  un video en Youtube que ha sido visto por más de un millón de personas. Este video, me explica, es exclusivo para personas que hayan nacido con los ojos café oscuros y quieran tenerlos azules. Existen también videos para personas que quieren pasar de ojos negros a verdes, azules o miel. De igual manera, hay técnicas para convertir los ojos azules en verdes, marrones o negros. Y es bueno que haya tanta variedad de videos, porque insatisfechos hay de todos los colores.
 
Me pregunto a quién se le habrá ocurrido por primera vez eso de la biokinesis ocular. Jamás había pensado que redecorar el iris fuera un deseo común de la humanidad, que en el fondo todos sintiéramos envidia de los ojos del vecino. Pero esto también es culpa de mi crianza religiosa, que me hizo ser un poco inocente para esas cosas del mundo.

A los educados en medios religiosos no se nos ocurre nada así. Nosotros aprendimos en el colegio y la familia que si Dios lo hizo a uno con los ojos negros hay que aprender a quererlos de ese color. Y que cuando se reza por los ojos, se hace para dejar de usar gafas o recuperar la vista, asuntos estrictamente prácticos, porque Dios es un ser ocupado y no tiene tiempo para consultas estéticas.

Si nosotros pensáramos en esas cosas, a Moises se le hubiera ocurrido agregar una pequeña linea al final del noveno mandamiento que prohibiera desear los ojos del prójimo con tanta severidad como se condena desear a su mujer, su buey, su asno o su carro último modelo. Pero no lo hizo. Tampoco los jueces judíos se pronunciaron al respecto, y esos son los mismos que definieron cuales eran las formas correctas e incorrectas de sacrificar cabras para el consumo humano.

Y a mi amiga le hubiera convenido que alguien prohibiera, sancionara o, al menos, se pronunciara sobre la biokinesis ocular porque, como consecuencia de su desinformada incursión en el mundo de la automodificación genética, uno de sus ojos está más claro que el otro. La razón, me dice, es que antes de ver el video se quita los lentes de contacto; así, uno de sus ojos, el que ve mejor, se beneficia más que el otro, el que está medio ciego. Cuando ya uno de sus ojos sea azul, explica, verá el video sólo con el ojo más oscuro hasta que ambos se igualen.

Pero el caso de mi amiga es uno de los casos más leves de desequilibrio causado por la biokinesis. Si se busca con cuidado, se puede encontrar el caso de Clara, una mujer que toda su vida se sintió acomplejada por sus pequeños pechos y quiso usar la biokinesis para aumentar sus atractivos, pero a  quien el tratamiento sólo le hizo efecto en el lado izquierdo. La razón es que, antes de acostarse a mirar el video, todas las noches se quitaba los audífonos que usa para disimular la sordera de su oído derecho.

De todas formas, a ambas el desequilibrio las hace felices. Mi amiga sueña con el día en que pueda decir que nació con un ojo azul y el otro castaño. Mientras tanto, Clara, ha decidido publicar en las redes sociales solamente las fotos que muestren y resalten su mejor lado, y nunca había sido tan popular en los servicios de citas online.

No se puede confiar en los milagros de la mente humana. Ya lo decían en el grupo de oración de mi abuela, la ciencia del hombre (sobre todo la pseudociencia) es tan limitada y desequilibrada como él mismo. Y allí radica la superioridad de la fe sobre la biokinesis. En que no cura más la gripa en el lado derecho que en el izquierdo; ni su efecto depende de que el paciente o el creyente esté usando gafas o aparatos auditivos. Los milagros de la  fe lo invaden y transforman todo al mismo tiempo, o no lo hacen. Es una situación de todo o nada.

Por otro lado, la fe, incluso cuando funciona, también es peligrosa. No se puede andar moviendo montañas a diestra y siniestra sin que alguien salga lastimado por más equilibradamente que caminen.

Aprender a aceptar que los ojos son del color que son, que los pechos no van a crecer magicamente y que la topografía no va a transformarse según nuestro capricho; resignarse a uno mismo y al mundo parece la mejor opción o, por lo menos, la más económica. Y es que si se tiene mucho dinero, como han comprobado incontables millonarios alrededor del mundo, los milagros están a la orden del día y tanto la fe como la biokinesis salen sobrando.

viernes, 26 de febrero de 2016

Encuentro en el parque

El fin de semana fui a leer en un parque y encontré a mi tío José. Estaba sentado en una banca, a unos metros de mí, y, aunque llevo mucho tiempo queriendo hablarle, no me le acerqué. Verán, mi tío José falleció hace diecisiete años y hablar con espíritus, me ha dicho el doctor, es malo para la salud.

"Time is disjointed","El tiempo está fuera de quicio", me dije a mí mismo, citando a Hamlet, mientras lo observaba, poniendo mucho cuidado en no ser descubierto. Se veía saludable, mucho más que en los últimos años de su vida, y vestía un conjunto enterizo, turquí con lineas amarillas, perfecto para hacer ejercicio y sudar bastante sin que se note.

No es la primera vez que lo encuentro; su apariciones me estremecen aunque parece un fantasma feliz, nada que ver con el cadavérico y melancólico padre de Hamlet. Nunca toma nada, ni escucha música, sólo observa los parques en que espanta —si es que un verbo como ese puede aplicarse al caso. —; lo que puede deberse a que contaba, en vida, con un carácter más contemplativo que consumista. Tampoco lo he encontrado leyendo, y esto sí me parece extraño porque tenía la mejor biblioteca que he conocido en mi vida. Es cierto que no recuerdo haberlo visto con un libro en las manos, pero me cuentan que leía mucho y sé que tenía una gran cultura. Sólo menciono esto último porque me parece que los fantasmas deben contar con más tiempo para leer que los vivos; yo mismo tengo una lista de libros que he reservado por si acaso sufro insomnio en medio de la larga noche de la muerte. Me hubiera gustado encontrarlo leyendo, saber si nos interesaban los mismos autores o, por lo menos, los mismos géneros literarios.

Lo que no entiendo es ¿por qué espanta en los parques que yo frecuento? ¿Por qué no se aparece en su casa en Cartagena y visita a su familia?¿Será que no puede?¿Será que los muertos se quedan confinados en la ciudad en que fallecen y no en la ciudad en que se les extraña más? o, bien, ¿Será que me anda siguiendo?

Yo no sé, ni entiendo nada.

Él decía que yo iba a ser literato, lo dijo desde un día en que, me cuentan, me encontró leyendo “El viejo y el mar”. Dicen que le hablé sobre el libro con tanta pasión y razón —toda la que pudiera tener un niño de ocho años —que supo que mi destino estaba en las letras y no la medicina, como mis padres soñaban hasta entonces.
Como escritor encuentro interesante la idea que los muertos vayan recogiendo sus pasos, que imagino debe ser algo así como sentarse a revisar las propias memorias cuando ya fueron publicadas, y recordar cómo fue el proceso de escribirlas a cada página, descubrir errores ya irremediables y prometerse que la próxima vida se escribirá con más cuidado. Me gusta la idea de recoger los pasos, también, porque me permite pensar que tal vez el tío que veo es él mismo, aún vivo, cuando era más joven. Y me gusta verlo así, feliz y tranquilo, antes de sus últimos años cuando se emborrachaba solo los domingos, cuando había dejado de leer por falta de tiempo e interés, cuando ya lo único que pude conocer fue a un hombre algo hosco y silencioso con el que me asustaba hablar y que, sin embargo, siempre me tuvo en muy buena opinión. No sé... recuerdo muy poco.

¿Qué quiere él de mí cuando visita mis parques?¿Qué quiero yo de él, si sólo imagino reconocerlo?

Hace años me dijo una amiga, que se especializa en todo lo que tiene que ver con espíritus y magia, que los muertos tienen la capacidad de hacer tres visitas a personas con quienes aún tienen asuntos por resolver, que por eso algunas personas sueñan con los recién fallecidos aún antes de saber que estos ya no son de esta vida. Y quizás sea eso, que me visita —o yo lo imagino —para hacer las paces por haberse dejado morir antes de que pudiéramos hablar como iguales.

O, tal vez, quiere que le pida perdón. En 1998, yo pretendía ser poeta y escribí un poema malísimo poco antes, o poco después, de que mi tío falleciera. Entonces tampoco sabía nada, pero volviéndolo a leer después del suceso, descubrí que parecía escrito por un muerto que se despedía de las personas que quería. Como persona lógica, estoy absolutamente seguro de que es todo una casualidad, pero como autor me siento culpable de haberlo matado. Los escritores creemos en cosas muy ridículas.


Ahora soy un adulto y su fantasma también; tenemos cosas de que hablar, pero me da miedo acercarme. No sólo porque podría ser un fantasma, sino también porque me preocupa la idea de que me pida vengar su muerte. No sabría como hacerle la guerra al cáncer y, de todas formas, no soy de carácter vengativo sino conciliador. A lo sumo le pediría, al cáncer, hablar mientras tomamos un poco de café, le explicaría la situación y luego iríamos a jugar bolos o recurriría a un abogado, según cómo resultara el encuentro.   

martes, 23 de febrero de 2016

Mi tía debería ocuparse.

Desde el día en que cumplió un año de soltería, a mí tía Lucía le dio por frecuentar la medicina.

Cada dos semanas, puntual como un relojito, se enferma, descubre que tiene la presión baja, le inicia un dolor intenso de espalda, le duele la cabeza en lugares extraños, se le revuelve el estómago o le da infección de oído.  Entonces se da un baño concienzudo, se viste cómodamente, se aplica base y se peina y, cuando se siente lista para recibir visitas, llama a emergencias para que le envíen un profesional de la salud. Mientras espera, mi tía prepara un café, repasa la lista de sus dolencias y prepara el archivo de las recetas que le han prescrito durante los últimos años, también tiene una cajita en la que guarda los cartones de las medicinas por si el doctor no las reconoce de nombre y necesita revisar el componente activo. Sé todas estas cosas porque me las cuenta en la noche, cuando ya todo ha ocurrido, con un dejo de orgullo mal disimulado, entonces me muestra sus nuevas medicinas y me hace un recuento de sus últimos males.

A mí, su situación me preocupa. Me da la sensación de que se enferma para ocuparse, que desde que se separó y no tiene que cuidar de un hombre alcohólico y descuidado, no sabe que hacer con tanto tiempo libre. Me da miedo que pueda convertirse en una hipocondríaca de texto.

— ¿Tú quieres que me consiga un novio a esta edad?—  me responde siempre.

Yo siempre le respondo que no, que sólo pienso que debería ocuparse, tomar clases de cocina, asistir a eventos culturales, hacer ejercicio y que, finalmente, todavía es joven y si algún hombre quisiera invitarla a salir, yo no le vería nada de malo a eso.

Y así ocurre, casi siempre, cada dos semanas. Ella me cuenta de su nueva enfermedad, yo le sugiero que se enferma por puro vicio y ella dice que no quiere salir con nadie, que con sus enfermedades y doctores le basta y le sobra. Pero la semana pasada algo cambió, me dijo que había escuchado algo de citas rápidas y le sonaba interesante, que quería que le ayudara a inscribirse en una. Eso sí, me aclaró,  una para señores y señores de cierta edad, ya tengo muchos años para que me vean por la calle agarrada de la mano con un jovencito.

El día de las citas, se arregló con el mismo cuidado que pone cuando se enferma. Eso sí, se vistió mejor, se puso su traje negro para cirugías . Quería que la esperara afuera por si alguno de los hombres le soplaba burundanga o le echaba algo en la bebida. Cuando salió, una hora y media después, se veía desencantada.

—¿Qué pasó?—  le pregunté.
—Que nadie supo decirme qué será este lunar que me encontré esta mañana en el brazo.

Desde entonces he dejado de molestarla pidiéndole que se ocupe. Uno viene a este mundo a buscar cómo ser feliz, y ella se siente dichosa con sus enfermedades quincenales, mucho más de lo que se sentiría asistiendo a clases de cocina, apreciación poética o conciertos de música clásica. Ahora en lo que le insisto es en que debería mudarse a un edificio que esté lleno de doctores separados, alguno tiene que haber.

Y es que quién sabe si allá afuera no habrá un doctor maduro que se levanta cada dos semanas con la necesidad imperiosa de revisar lunares, tomar temperaturas  y recetar medicamentos, y que no tiene con quien satisfacer sus saludables deseos, así que deambula por las calles mirando a los transeúntes con ojos examinadores y sintiendose infeliz.

Mi tía insiste en que quiero encontrarle un novio. Y no, yo lo que quisiera es encontrarle complemento a su locura personal. Y es que, no nos digamos mentiras, ambos se beneficiarían enormemente si se conocieran.

Ya los puedo imaginar, él diciéndole, coquetamente, sobre el café: “Querida, ese lunar se ve preocupante”. Y ella encantada de sentirse tan bien cuidada respondiendole: “Y ¿cuándo lo hacemos examinar, corazón?”

miércoles, 10 de febrero de 2016

¿A dónde va el amor cuando muere?


Han pasado casi 150 años desde la muerte de Gustavo Adolfo Becquer, y a pesar de la invaluable colaboración de Willie Colón, no estamos ni un paso más cerca de resolver la profunda duda que aquejaba al poeta cuando escribió la rima XXXVIII. Nadie, ni las musas, ni los poetas, ni las gitanas, ni los filósofos, ni los técnicos en disposición de desechos han sabido decirle al mundo a dónde se va el amor cuando muere.

Existen, sin embargo y es bueno recordarlo, numerosas hipótesis. José Guillén, autor de “Amor: ese extraño huesped”, propone que el amor es un ser vivo, invisible y etéreo, que desova en los oídos de quienes duermen y que crece alimentándose de su anfitrión. Cómo todos los animales, el amor también muere y deja restos detrás suyo. Igual que los cementerios de elefantes, esos lugares en que se han  ido arrumando los huesos de numerosos elefantes desde que el mundo es mundo, existen, asegura Guillén cementerios de amores. Estos son lugares fácilmente reconocibles porque producen una inmediata sensación de melancolía concentrada y, si pudiéramos verlos, entenderíamos la razón. En ellos se erigen pilas inmensas de cadáveres amorosos de todos los tamaños y formas; desde los diminutos y frágiles esqueletos de los amores que nunca llegaron a nacer, hasta las gigantescas osamentas de los amores que murieron con sus anfitriones tras una larga vida de parasitismo. Se encuentran allí, también, huesos contrahechos, propios de los amores enfermizos y muchas, muchas variedades más.

Tambien se conoce, se ha hecho popular en lós últimos años, la hipótesis presentada por Ismael Sierra en “Caín: el primer enamorado” que empieza con esa frase que ha hecho la delicia de ateos de todas las edades: “Si existiera, Dios sería el único culpable de todas las guerras y asesinatos de la historia humana. Nadie más que él, quien introdujo el desamor y la violencia a la plácida, monótona y pura vida de la raza humana. ¿Acaso es digno de un ser que se pretende sabio y todopoderoso preferir, como una adolescente caprichosa, las ofrendas de una persona sobre las de otra?¿Acaso, al hacer esto, no produjo el primer corazón roto, la primera desazón de no saberse amado, el primer caso de celos? Si un ser como ese Dios existiera, creo que tendría el buen sentido de quitarse la vida para pagar por sus culpas. Por todo lo anterior, puedo aseverar que Dios no existe”.

Para Ismael Sierra, el amor es un producto físico de nuestro cuerpo, como las hormonas, y no puede morir, pero sí puede ser neutralizado o convertirse en otra cosa. A mí, personalmente, me atrae inmensamente la idea de que el amor se convierta, inevitablemente, en desamor. Como si el amor fuera una crisálida de la que eventualmente emergerá una colorida mariposa, quizás una de esas que revolotean en los estómagos de los enamorados. El desamor entonces es como esos árboles aztecas a la vera del camino de cuyas ramas, en vez de hojas colgaban calaveras, señalándole al aventurero que si sigue adelante las cosas no van tener un buen final. En ocasiones, asegura Sierrra, el desamor puede mutar en cosas aún más espantosas como la ira, el deseo de venganza o la depresión. La propuesta de este autor es un poco radical, lo que se explica por su formación quirúrgica. Lo ideal, dice, sería extirpar de los niños no-natos el organo amoroso, o en su defecto, desarrollar una técnica para extraer el desamor del cuerpo. De cualquier manera, una humanidad la que hayan desaparecido el amor y sus peligrosas consecuencias sería más justa, más hermosa, inocente y pura, y es a ella que todos deberíamos aspirar.

Los cientificos, poetas, gitanas y filósofos han recibido las propuesta de Sierra con algo de escepticismo, pero se sabe que los psicólogos han aceptado a píe juntillas la idea de que el desamor es una plaga, como las ratas o las cucarachas, y están trabajando en técnicas no invasivas para desterrarlo. Inspirados por la estrategia militar de colocar la misma canción a todo volumen durante interminables días para desalojar viviendas, se han propuesto desarrollar una aplicación que repita interminablemente la misma frase en los oídos de los plagados hasta que el desamor se marche.

La aplicación todavía está en etapa de pruebas, pero hasta ahora los sonidos que mejor han funcionado para espantar el desamor son las canciones de Alci Acosta. Cosa que les podría haber dicho cualquier colombiano al que le hayan roto el corazón.

A todas estas, el mundo sigue sin saber a dónde va el amor cuando muere. Yo lo que creo es que se lo comen los tardigrados, sin embargo no he conseguido entrevistarme con ninguno.

Fumar

Mi amiga me dijo que le habían ofrecido un trabajo en Bogotá y que estaba planeando mudarse, pero le preocupaba su economía. Particularmente el gasto mensual que le representaría aprender a fumar y mantener el vicio.

—Es que tú me conoces. No sé que es la moderación, si empiezo a fumar necesitaré de un par de paquetes al día, y esto es haciendo cuentas alegres.

Por haber sido un fumador, por lo menos, la mitad de mi vida, me sentí con la autoridad y experiencia para detenerla enseguida y explicarle, sin rodeos, que no se fuma por el frio, por lo menos no por el de la ciudad.

—Uno fuma por muchas razones, yo fumé por sentirme enamorado, por tener el corazón roto, por puro aburrimiento, por sentir las manos desocupadas, porque la noche estaba clara y desde mi ventana se veía a un ángel con una trompeta que parecía un cigarro; fumé por física envidia de otros fumadores y hasta para premiarme por llevar un par de semanas sin fumar. El frío es lo de menos, uno no se va a calentar más por tener un punto encendido cerca de los labios y el humo no es caliente, sino de una tibia y sedosa frialdad.

Como se mostrara interesada en esta lógica de que se fuma por razones que no tienen nada que ver con el cigarrillo en sí, ni con el fuego, le conté sobre un amigo que dejó de fumar hace unos cuatro años de súbito y nunca ha vuelto a recaer. Todo esto a pesar de que era de esas personas que parecieran estar fumando un sólo cigarrillo ininterrumpido desde que despiertan hasta que caen dormidos.

Resulta que, a pesar de su afición, era un hombre consciente del daño que hacia su vicio al mundo. Mis pulmones no son míos, me decía todo el tiempo, son del universo. En consecuencia, un día se inscribió en un seminario para dejar de fumar, el seminario consistió en una charla de cuatro horas, no sobre el efecto dañino del cigarrillo en los pulmones y el resto del cuerpo, sino en una exploración de por qué fumamos. Y la conclusión, parece, es que fumamos principalmente por culpa del inconsciente y no porque nuestro cuerpo anhele la nicotina, o porque exhalando humo nos sintamos como dragones en reposo.

—Resulta que pasé toda mi vida fumando porque mi inconsciente estaba obsesionado con convertirme en Clint Eastwood  —ha dicho mi amigo a todos sus conocidos desde que abandonó la nicotina —y esta contradicción entre querer encontrarme a mí mismo y al tiempo desear, constantemente, ser otra persona me estaba destrozando por dentro, entonces fumaba para llenar con humo las grietas de mi alma.

Curiosamente, le dije a mi amiga, Clint Eastwood nunca fue un fumador y desde muy joven ha cuidado mucho su salud ejercitándose diariamente, comiendo sano y meditando. Seguramente hasta es vegetariano, añadí aunque no tuviera la seguridad de que fuera así. Así, pues, mi amigo ahora se parece a Clint Eastwood mucho más que cuando fumaba. Y eso también debe ser culpa del inconsciente, termino.

Mi amiga quiso saber si eso le pasa a mucha gente, y yo no estaba seguro de si se refería a desear ser Clint Eastwood, a fumar por culpa del inconsciente o a tener la sensación de que conocemos a gente que jamás hemos visto. En todo caso le respondí que sí y pareció quedar satisfecha y pensativa con mi respuesta.

—Entonces todo es cosa de hacer consciente en quién quiere mi inconsciente convertirme para que ni siquiera me provoque fumar — propone finalmente y ya con una sonrisa tranquila.

Yo asiento, pero no estoy convencido ni tranquilo. Toda esta charla sobre el inconsciente me pone algo paranoico,  porque mi amigo dice que el mío probablemente me hace fumar porque quiere convertirme en un escritor de verdad y mientras escribo estas lineas intento no pensar en que ya se ha salido con la suya.

En todo caso, mi amiga ha decidido rechazar el trabajo, y psicoanalizarse un par de años antes de atreverse a vivir en cualquier ciudad de clima frío. Yo no se lo he mencionado, pero el cigarrillo es un vicio mucho más económico que el psicoanálisis, aún sumándole la asistencia al seminario de mi amigo. Sobre todo porque ambos caminos conducen al mismo punto, a descubrir que el inconsciente ha estado moviendo nuestros hilos para convertirnos, sin que nos demos cuenta, en otra persona. En Clint Eastwood, por decir cualquier cosa.

domingo, 10 de enero de 2016

Qué te vas a acordar, Gabriela

Debes estar ahora mirándote las manos y sintiéndolas distintas, más cortas, y preguntándote si siempre se han visto así. Si esas uñas largas te pertenecen, si siempre has tenido esos vellos en el dorso de tus manos, si eres bella. Dejame ser tu espejo, eres adorable. Te aseguro que tus uñas largas, tus manos velludas y tus orejas grandes, que siempre te han pertenecido, no hacen otra cosa que aumentar tu encanto.

Anoche habías quedado en encontrarte con dos amigas del colegio en un pequeño bar cerca de tu casa. Te esmeraste en arreglarte, las recordabas muy bien y esperabas que fuera una noche loca como antes. ¿Y por qué no habría de serlo?, te decías, si no hemos llegado aún a los treinta y nos quedan todavía muchos años de juventud para emborracharnos, bailar y reír como si, otra vez, fuéramos quinceañeras. Te pusiste tu vestido negro de una sola pieza, ese que cuando te sientas, enseña casi el inicio de tus intimidades. También vestías unos tacones nuevos, un delgado cinturón de hebilla dorada y pulseras del mismo material que resonarían como campanillas cuando bailaras. Iba a ser una noche para recordar, pero llegaste para encontrarlas en un rincón comiendo nachos y sorbiendo coca-cola; vestidas como madres, con suéteres manchados de leche achocolatada, jeans y zapatillas deportivas grises. Ni siquiera las saludaste. Todo eso me contaste ¿Ya te vas acordando?

¿Tienes hambre? No estoy seguro de que anoche hayas comido nada. A tu derecha está tu comida. Pruébala aunque no se vea apetitosa. Te sentará el estomago y cuando dejes de sentir hambre podrás pensar mejor.

No sé por qué te llamó la atención ese local, desentonabas en él. Eras la mujer más arreglada del lugar y nadie se atrevía a mirarte fijamente. Era un antro para universitarios en el que sonaban canciones populares y sólo un par de parejas bailaban. Quizás te gustó que no tuvieras que pagar la entrada, o algún joven te pareció particularmente guapo. El hecho es que entraste y te sentiste perdida. Pensaste en irte y entonces viste a alguien que te pareció conocido, alguien a quien habías visto en televisión, y lo observaste fijamente intentando recordar exactamente dónde.  Quizás en uno de esos programas de animales que pones cuando te estás ejercitando. Él te vio y te saludó;  pensaste que debía sentirse tan perdido cómo tú y te acercaste.

Claro, maja, soy el cazador de cocodrilos, todos me lo dicen, que soy clavado a él, te dijo cuando le preguntaste si lo habías visto en alguna parte, si era famoso. Eso era, claro, por eso su cara te sonaba. No te quedó claro si era o no familia del presentador porque cuando se lo preguntaste no hizo más que reírse y decirte que todos los australianos son clavados: altos, rubios, atléticos y tostados por el sol.  Entonces lo miraste bien, vestía un pantalón de dril y una camisa blanca en la que brillaba un broche con forma de koala. Trabajo en el zoológico, te explicó, me alucinan los koalas. Le sonreíste y te preguntó si sabías que son la mar de inteligentes, casi tanto como la gente, y que les encantan los electrónicos, suelen robarse las cámaras y los celulares de los turistas descuidados.

Hacia la medianoche te sentías agotada y Joey, el australiano, aunque guapo y no del todo aburrido, no había hecho ningún movimiento. Terminaste tu copa, le sonreíste y saliste del club sin esperarlo. Pensabas tomar un taxi, llegar a tu casa, darte un baño bien frío y tirarte desnuda sobre la cama. Viste venir un taxi y alargaste tu mano para que se detuviera, pero ya traía pasajeros y pasó de largo. Y qué bueno que pasó de largo, porque antes de que pasara uno desocupado, la mano de Joey se posó sobre tu hombro. Te diste vuelta sin saber que era él, con el corazón a mil, pensando que debía ser un atracador, un violador o un habitante de la calle. Estabas preparada para el desastre, pero sólo era él y sonreía. Quisiste explicarle que tenías sueño, pero se te adelantó. Te dijo que se alegraba de que hubieras salido, que se sentía aturdido por todo el ruido y que si no se había ido antes era porque le parecías una mujer interesante, que quería proponerte algo, y que estabas en toda tu libertad de negarte. Estabas preparada para hacerlo. Esperabas que te propusiera acompañarlo a su casa, o tomar desayuno con él, o caminar por las calles, o alguna pendejada, pero no. Te propuso entrar al zoológico para ver los animales nocturnos y tomar vino. Dormir seguía pareciéndote un mejor plan hasta que sugirió que podrían darle de beber a los bonobos.

Anoche, después de haber visto a tus amigas sumergidas en una cómoda rutina hogareña, la idea de entrar ilegalmente al zoológico y tener la oportunidad de emborrachar a un pequeño primate te sonaba como el paraíso. Incluso te espantó el sueño por un rato.

El zoológico no estaba lejos y en el camino aprovecharon para comprar el vino. Él entró primero por la puerta de los empleados y luego salió para decirte que ya podías entrar. El vigilante detuvo su lectura para saludarte con una sonrisa y volvió a su libro. Ven, te llamó imperiosamente Joey, con los otros guardias no tengo ningún arreglo. El zoológico estaba oscuro y sentiste que deambulaban entre los hábitats sin orden ni concierto, entonces, por primera vez en la noche, sentiste miedo de él. Joey... empezaste a decir y él apretó tu mano con firmeza, y te sentiste segura de nuevo. ¡Qué bobada!, pensaste. Al cabo de unos minutos, llegaron a una plaza en la que él se sentó y te señaló que hicieras lo mismo. ¿Dónde están los bonobos?, le preguntaste y él respondió con una seña vaga. Despues, te dijo.

¿Te acuerdas, Gabriela, de cuánto vino tomaste anoche? Habían comprado dos botellas y unos vasos grandes de un plástico duro en que lo estaban sirviendo. ¿Te acuerdas del momento en que Joey te dijo que quería enseñarte como se hacen los Koalas y tú te le acercaste y buscaste su boca con tus labios y la encontraste cerrada? Entonces tú no te dabas cuenta, pero a ambos estaban cayendo dormidos y, a pesar de eso, intentaban seguir hablando. Y tú, tú y tus manos insistían en acercarse a él, en acariciarle su abdomen fuerte, en apoyar la cabeza sobre su hombro, en descubrir lo que guardaba en el pantalón. Y él, se quedaba quieto, paralizado, con cada uno de tus avances y te decía algo que no se le entendía. ¿Te acuerdas, Gabriela? ¿Recuerdas del momento en que los dos se quedaron silenciosamente dormidos frente a la jaula de los koalas?

Yo me acuerdo, yo estaba allí. Come un poco más ¿Te sientes satisfecha? Has estado ya varias horas despierta y es natural que te sientas cansada, aquí se duerme casi todo el día. Veo en tus ojos que ya recuerdas. No tengas miedo, la primera semana es la peor, luego todo empieza a parecer un largo sueño y un día te despiertas y tienes la sensación de que nunca conociste otra vida, de que ese cuerpo gris y peludo de nariz grande es el único que has habitado. Lo sé por experiencia, no eres el primer koala que hago.