sábado, 19 de septiembre de 2015

Un miercoles cualquiera

Tras haberlo reflexionado varias horas, decidí que los miércoles son el día ideal para morirse. Si se selecciona bien la hora, el cadáver puede liberarse de todas las restantes responsabilidades del día. Por si fuera poco, su presencia tampoco será requerida el jueves y estará en la libertad de tomarse el viernes para descansar de todo el ajetreo de los días anteriores. Finalmente, durante el fin de semana, el fallecido tendrá tiempo suficiente para informarse sobre actividades ultraterrenas que puedan interesarle. He escuchado que, entre las personas que quieren aplicar al asilo celestial, las clases de arpa, vuelo asistido, bordado, cross-fit y reparación de electrodomésticos son bastante populares. Mientras tanto, entre quienes quisieran mudarse al pueblito caliente, las clases de cata de vino, maquillaje, apreciación de música rock y cocina japonesa son las que cuentan con mayor número de asistentes. También, y este fue mi caso cuando el miércoles siguiente a haber pensado todo esto fallecí, existen muchos finados que prefieren quedarse en la tierra con la esperanza de convertirse en fantasmas o ser despertados el siguiente domingo.

Ahora, querido lector, yo sé lo que debes estar pensando. Y si no estoy equivocado debe ser algo así: “Claro que no sabes lo que estoy pensando, pero de todas formas no es sobre tu muerte que discurren mis pensamientos, no, eso no, yo soy un lector ocupado que he puesto esta historia ante mis ojos porque da la casualidad de que mi celular tiene la batería baja y necesito entretenerme por un momento mientras llego a mi destino, mi cena termina de cocinarse, termino de hacer mis negocios en el baño o me entra sueño. Y en todo caso, en nada me interesa que me digas que moriste un miércoles porque sé perfectamente que mientes, nadie puede haber muerto y estar escribiendo al tiempo, además, apenas vamos por la mitad del libro y ya revisé y el resto de las páginas no están en blanco. Así pues, no estás muerto, no moriste y no te creo nada”.

Sin embargo, incrédulo lector, sí morí.

Fue el miércoles a eso de la una. Miré el reloj y pensé que en sólo quince minutos más sería el momento ideal para estar muerto. Así que salí a la calle, me fumé un último cigarrillo, me senté en mi escritorio, apoyé mi frente sobre él y expiré.

En principio, estar muerto fue bastante monótono e incómodo. Cuando mis músculos empezaron a agarrotarse, me inició un dolor insoportable de espalda y fui incapaz de cambiar de posición. La próxima vez intentaré morirme en una cómoda sala de cine, recuerdo haber pensado. Cuando ya casi me había acostumbrado al dolor de espalda, me empezó a rascar una pierna y sentí algo de hambre.

Mi fallecimiento fue descubierto a la hora de salida, pero todos se pusieron de acuerdo en ignorarlo hasta el día siguiente. Expresé mi descontento con un largo pedo. Se hizo de noche y descubrí que los primeros pensamientos que se tienen al morir son un poco como los primeros pensamientos que tendría un recién nacido si pudiera articularlos: "Tengo frío", "Tengo hambre", "No puedo ver nada", "Tengo un mal presentimiento sobre todo esto" y "¿Quién esta persona que me sostiene por las piernas?".

Quien me sostenía, aunque tú no lo creas, era el encargado de la limpieza. Durante los primeros minutos, lo encontré bastante molesto y me disgustó su actitud de arrastrarme por el piso descuidadamente hasta un callejón cercano, revisar mis bolsillos meticulosamente y guardarse todas mis posesiones en sus bolsillos. Pero llegué a apreciarlo como persona y hasta a sentirme agradecido con él, cuando empezó a llover y me cubrió con cajas, bolsas y periódicos.

Podría aburrir al lector con la narración de mi primera noche como fallecido, pero no lo haré. Hay cosas más importantes e interesantes de que hablar que del momento en que, a medianoche, dejó de llover y escuché como centenares de huesudos gatos correteaban por callejón en que yo yacía.

Al lector evidentemente no le interesaría saber que me asustaba la idea de que me devoraran porque me parecía un fin poco digno a mis aventuras. Por eso en vez de contarles que me acordé de la oraciones de mi niñez y pedí al espíritu santo que convirtiera, con sus alas milagrosas, el cartón, las bolsas y los periódicos en cemento y madera para que no me comieran los felinos, avanzaré rápidamente al momento en que dos hombres que estaban recogiendo basura me encontraron y llamaron a la policía.

Evitaré hablar también de la ventisca que atravesó de repente el callejón; apenas logré terminar mis oraciones antes de que cajas, periódicos y bolsas se levantaran por los aires dejándome expuesto ante las lenguas ásperas y los dientes afilados de los gatos. En cambio, creo importante contar que esos pequeños cubículos metálicos en que refrigeran a los cadáveres son bastante incómodos. El problema no es un asunto de espacio ni temperatura, sino de olor. Huelen a muertos y eso lo pone a uno nervioso. Yo me sentía muy tranquilo cuando me llevaban, pero ya adentro me dieron ganas de salir corriendo, meterme bajo mis sábanas, comer helado y dejar el televisor prendido toda la noche.

Finalmente, por economía narrativa y por ser detalles sin importancia, no mencionaré de ninguna manera que los gatos me lamieron por varios minutos antes de marcharse insatisfechos sin haber encontrado nada que valiera la pena devorar. Tampoco detallaré la conversación que el encargado de la limpieza sostuvo con los policías explicándoles que jamás me había visto, que si la foto de su cedula se parecía a mi rostro era pura coincidencia, que los rostros cambian con el tiempo y que no había escuchado nada extraño en toda la noche. Nada como no fuera mi voz. Y, sí, estaba seguro de que era mi voz porque el occiso tiene cara de que tenía una voz como la que escuché decir: “Hoy es el día en que voy a matarme y nadie más es culpable de mi muerte que yo mismo porque esto es, sin lugar a dudas, un suicidio”. Espero, señor, señora, joven que aprecie el esfuerzo que hago al ahorrarle la lectura de todos los aburridos sucesos de esa primera noche.

En el refrigerador hacía frío.

El forense me informó de antemano, cosa muy responsable, que mi autopsia sería practicada por un estudiante sin experiencia alguna. Esto en principio me pareció bien, siempre es lindo ser la primera vez de alguien.

Dicen los muertos que una autopsia bien hecha puede ser extremadamente relajante y satisfactoria, tanto como un profundo masaje. A mí me dolió mucho y estoy seguro de que el estudiante está reprobando anatomía porque me extrajo la vejiga cuando le pidieron ver el corazón.

El alcalde del cementerio me dio la bienvenida en persona, no podía ser de otra manera. Apenas habían pasado quince minutos desde que me habían sepultado en una tumba común marcada sólo con N.N. cuando ya tenía a alguien entregándome papeles, diciéndome que mucho gusto, que ojalá votara por él en las próximas elecciones, regalándome botones e invitándome a unirme a las clases y actividades de la comunidad. Y entonces empezaron los problemas.

La cosa es que uno nunca le advierten que la muerte puede ser muy aburrida si uno es un N.N. o tiene un nombre muy común. La razón es que las lápidas son los registros de nacimiento al más allá y está terminantemente prohibido que dos o más personas registradas con el mismo nombre participen en las mismas clases o actividades. La muerte, qué gusto, también está poblada de inútiles burocracias.

Hay un número limitado de cosas que se pueden hacer en un féretro y para el domingo, como es lógico, ya estaba aburrido. Así que ese mismo día empecé a estudiar para convertirme en fantasma. Los exámenes, según me habían informado, serían el siguiente fin de semana.

Y allí se acaba esta parte de la historia. ¿Ves cómo al final de todo no he revivido y sí me he quedado muerto? Creo que debes reflexionar mucho sobre tu incapacidad de confiar en los autores mientras caminas de la estación a tu casa, cenas, concluyes tu negocio en el baño o dejas estas hojas al lado de la cama, apagas la luz, cierras los ojos y te quedas dormido.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

La metamorfosis de Tom Cruise

Cuando Tom Cruise se despertó esa noche después de una siesta intranquila, se encontró sobre la silla de maquillaje aún convertido en un monstruoso insecto. Una sábana blanca se deslizaba sobre su vientre abombado, parduzco y duro. Sus muchas patas, ridículamente inútiles se mantenían quietas ante su rostro.

«Me han olvidado» Pensó.

No era un sueño. El resto del camerino seguía intacto. El extractor giraba lento con un zumbido grave. En los espejos de la pared se mantenían dos fotos, el antes y después del maquillaje, enmarcadas por cuatro tiras de cinta adhesiva. En la esquina, estaba un perchero del que colgaban su sombrero y su gabardina.

«¿Qué pasaría —pensó— si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?»

Pero esto era absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Lo intentó cinco veces, cerraba los ojos para no ver sus patas rectas e inútiles y sólo desistía cuando comenzaba a notar un dolor sordo en las costillas.

«¡Xenu mio! —pensó— ¡Qué profesión más dura he elegido! Entrevistas, reuniones y fotografías un día sí y otro también. Pero cómo han podido olvidarse de mí justo hoy que tengo una gala. ¡Que se vaya todo al diablo!»

Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó dentro del traje para recoger su brazo y rascarse; se encontró con que éste estaba atrapado. Sintió escalofríos y se deslizó de nuevo a su posición inicial.

« Esto de dormir en las salas de maquillaje —pensó— lo hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir en una cama mullida, rodeado de cojines como un pachá. Por lo pronto, tengo que levantarme porque la premiación es a las ocho y ya debe haber anochecido», y miró hacia el reloj sobre la puerta.

«¡Xenu del cielo!» pensó.

Eran las siete y media, ya había pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. «¿Es que nadie ha visto mi nota?». Desde la silla se veía que ésta seguía en el espejo, al lado de las fotos, en letras grandes, claras y rojas. Alguien debía haber intentado despertarlo.

«Podría intentar llamar a mi agente —pensó— decirle que estoy enfermo» Pero esto sería sospechoso, porque había almorzado con él y ambos sabían que no había estado enfermo ni una sola vez en los últimos cinco años. Seguramente aparecería con el medico de la agencia, para quien no había actores enfermos sino hombres sanos sin energía y le intentaría convencer de tomar estimulantes. Además, Tom, a excepción de algo de pereza, se sentía bastante bien e incluso tenía algo de hambre.

Mientras reflexionaba sobre todo esto —en el preciso momento en que el reloj daba las ocho menos cuarto— alguien tocó a la puerta.

—Tom —escuchó que decían (era Chloë Grace Moretz, la actriz que hacía de su hermana) —, son las ocho menos cuarto. ¿No ibas a ir a los premios?

Tom se asustó al intentar contestar. El maquillaje le impedía articular una sola palabra y el sonido que produjo era definitivamente su voz, pero mezclada con un silbido como de golondrina y una especie de gruñido que le lastimaba la garganta.

—¿Qué dijiste?— fue la respuesta de Chloë —¿necesitas algo?

«Qué suerte tenía Gregorio —pensó— de que su madre le entendiera. Mi propia hermana en la película no entiende una sola palabra de lo que digo y seguramente partirá sin preocuparse por mi suerte»

Así fue, escuchó los livianos pasos de Chloë alejándose y no le siguieron los golpes secos del padre de Gregorio. Tampoco sonó su celular.

«No hay que permanecer acostados inútilmente», se dijo Tom.

Quería salir de la silla en primer lugar por abajo, pero esta parte inferior no se movía. Recordó que antes había logrado desplazarse hacia arriba e intentó sacar primero su parte superior.

«Espero no dañar el traje —pensó— pero tampoco quiero golpearme la cabeza», y renunció temporalmente a los intentos de levantarse. Al mismo tiempo se seguía diciendo que de ningún modo podía permanecer en la silla.

La parte de atrás del traje le hacía balancearse levemente y Tom pensó que podría dejarse caer sobre ésta, que parecía ser dura y así evitaría lastimar su cabeza. Cuando ya sobresalía a medias de la silla, se le ocurrió lo fácil que sería esta tarea si alguien viniese en su ayuda. Con dos personas fuertes bastaría —pensaba en el director y la encargada del aseo—, pero la puerta parecía estar cerrada y nadie vendría a ayudarlo.

«Pronto vendrá mi agente a preguntar por mí —pensó— lo escucharé tocando a la puerta y me dejaré caer para que se sienta obligado a derribarla», pero nadie vino a buscarlo y  cuando se escuchó el sonido sordo y poco aparatoso de su caída nadie le dijo a ninguno:
—Ahí dentro se ha caído algo.

La espalda del traje era más elástica de lo que Tom había pensado y  soportó  bien la caída. Ahora sólo le quedaba levantarse, apoyándose en diversos muebles,  y salir de la habitación. Asistiría a los premios vestido de insecto y los expertos le llamarían revolucionario, se hablaría de su valentía por décadas. Todo estaría bien.

«Por lo menos —pensó— afuera no me esperan jefes molestos y padres decepcionados», apoyarse en sillas y mesas daba resultado. Tom recuperaba su verticalidad y se sentía más tranquilo.

Descansó un poco. Levantarse había requerido más energía de la pensada. Observó la puerta y pensó en como abrirla. Sus manos estaban cubiertas por las patas inútiles de insecto y las mandíbulas prostéticas que cubrían su boca eran de un material frágil.

Le hubiera gustado que afuera las personas lo aclamaran. «¡Vamos Tom! —gritarían los extras, los actores y el director— ¡Tú puedes abrirla! ¡Duro con la puerta!». Y con esa idea se acercó a ella dispuesto derribarla de ser necesario. Estaba entreabierta.

«También esto me han arrebatado —pensó— no tengo necesidad de abrir la puerta con mis dientes. ¡Cómo me han dificultado esta metamorfosis!», introdujo la punta de una de sus patas bajo el pomo y la jaló hacia sí.

Salió y encontró sólo pasillos vacíos. Se emocionó al escuchar pasos que se acercaban, pero era sólo un asistente de cámara que había olvidado sus lentes y que le saludó respetuosamente antes de desaparecer de nuevo.

«Nada extraordinario nunca me ocurre —pensó— nadie se asusta por mi extraña apariencia», caminaba lentamente y un poco encorvado. El golpe había doblado ligeramente la espalda del traje y esto, junto con la rigidez de sus piernas le impedía moverse más rápido.

Le tomó casi una hora llegar a la entrada. Para conservar la emoción de la aventura, se mantuvo alejado de las vías principales y prefirió caminar entre las plantas y sobre la tierra húmeda.

«Debe haber llovido —pensó—, pero nada de eso importa ahora. Pronto estaré en los premios y mañana sólo tendrán elogios para mí», se acercaba a una caseta. En ella, un joven guardia practicaba cómo desenfundar su arma de reglamento.

Tom no reaccionó con la primera explosión, pero reconoció el sentido y significado de la segunda. Intentó alejarse, pero era inútil, los disparos se sucedían y el traje demoraba sus movimientos. Finalmente cayó. Una bala se incrustó en su espalda. Éste quería continuar arrastrándose, como si el increíble y sorprendente dolor pudiera aliviarse al cambiar de sitio.

De algún lugar cercano provenían cantos y Tom se dirigió a ellos lentamente. Quedó inconsciente antes de llegar a la puerta del estudio en que filmaban un musical. Al despertar descubrió que ya no se podía mover. No se extrañó, más bien le pareció antinatural que hubiera podido moverse antes con el pesado traje a cuestas. Apenas le dolía ya la espalda. Pensaba en su familia con cariño y emoción. Vivió para ver todavía el amanecer. A continuación, contra su voluntad, sus orificios nasales exhalaron el último suspiro.

Más tarde, dos empleadas del aseo levantaron su cuerpo y le arrojaron en un contenedor de basura. «¡Qué flaco que estaba!» dijo la una y la otra contestó «En los últimos días estaba dejando todo el almuerzo».

Los productores y el director se preguntaban dónde estaba Tom y por qué no aparecía. Mientras hablaban así, a todos se les ocurrió al mismo tiempo que Chloë Grace Moretz se había convertido en una joven actriz lozana, hermosa y deseable. Tornándose cada vez más silenciosos y entendiéndose casi inconscientemente con las miradas, pensaban que ya llegaba el momento de buscarle una buena película y abandonar definitivamente la adaptación de "La metamorfosis". Y para ellos fue como una confirmación de sus nuevos sueños y buenas intenciones cuando fue Chloë quien se levantó primero, bostezó, estiró su cuerpo joven y preguntó: «¿Dónde vamos a almorzar?»