martes, 23 de febrero de 2016

Mi tía debería ocuparse.

Desde el día en que cumplió un año de soltería, a mí tía Lucía le dio por frecuentar la medicina.

Cada dos semanas, puntual como un relojito, se enferma, descubre que tiene la presión baja, le inicia un dolor intenso de espalda, le duele la cabeza en lugares extraños, se le revuelve el estómago o le da infección de oído.  Entonces se da un baño concienzudo, se viste cómodamente, se aplica base y se peina y, cuando se siente lista para recibir visitas, llama a emergencias para que le envíen un profesional de la salud. Mientras espera, mi tía prepara un café, repasa la lista de sus dolencias y prepara el archivo de las recetas que le han prescrito durante los últimos años, también tiene una cajita en la que guarda los cartones de las medicinas por si el doctor no las reconoce de nombre y necesita revisar el componente activo. Sé todas estas cosas porque me las cuenta en la noche, cuando ya todo ha ocurrido, con un dejo de orgullo mal disimulado, entonces me muestra sus nuevas medicinas y me hace un recuento de sus últimos males.

A mí, su situación me preocupa. Me da la sensación de que se enferma para ocuparse, que desde que se separó y no tiene que cuidar de un hombre alcohólico y descuidado, no sabe que hacer con tanto tiempo libre. Me da miedo que pueda convertirse en una hipocondríaca de texto.

— ¿Tú quieres que me consiga un novio a esta edad?—  me responde siempre.

Yo siempre le respondo que no, que sólo pienso que debería ocuparse, tomar clases de cocina, asistir a eventos culturales, hacer ejercicio y que, finalmente, todavía es joven y si algún hombre quisiera invitarla a salir, yo no le vería nada de malo a eso.

Y así ocurre, casi siempre, cada dos semanas. Ella me cuenta de su nueva enfermedad, yo le sugiero que se enferma por puro vicio y ella dice que no quiere salir con nadie, que con sus enfermedades y doctores le basta y le sobra. Pero la semana pasada algo cambió, me dijo que había escuchado algo de citas rápidas y le sonaba interesante, que quería que le ayudara a inscribirse en una. Eso sí, me aclaró,  una para señores y señores de cierta edad, ya tengo muchos años para que me vean por la calle agarrada de la mano con un jovencito.

El día de las citas, se arregló con el mismo cuidado que pone cuando se enferma. Eso sí, se vistió mejor, se puso su traje negro para cirugías . Quería que la esperara afuera por si alguno de los hombres le soplaba burundanga o le echaba algo en la bebida. Cuando salió, una hora y media después, se veía desencantada.

—¿Qué pasó?—  le pregunté.
—Que nadie supo decirme qué será este lunar que me encontré esta mañana en el brazo.

Desde entonces he dejado de molestarla pidiéndole que se ocupe. Uno viene a este mundo a buscar cómo ser feliz, y ella se siente dichosa con sus enfermedades quincenales, mucho más de lo que se sentiría asistiendo a clases de cocina, apreciación poética o conciertos de música clásica. Ahora en lo que le insisto es en que debería mudarse a un edificio que esté lleno de doctores separados, alguno tiene que haber.

Y es que quién sabe si allá afuera no habrá un doctor maduro que se levanta cada dos semanas con la necesidad imperiosa de revisar lunares, tomar temperaturas  y recetar medicamentos, y que no tiene con quien satisfacer sus saludables deseos, así que deambula por las calles mirando a los transeúntes con ojos examinadores y sintiendose infeliz.

Mi tía insiste en que quiero encontrarle un novio. Y no, yo lo que quisiera es encontrarle complemento a su locura personal. Y es que, no nos digamos mentiras, ambos se beneficiarían enormemente si se conocieran.

Ya los puedo imaginar, él diciéndole, coquetamente, sobre el café: “Querida, ese lunar se ve preocupante”. Y ella encantada de sentirse tan bien cuidada respondiendole: “Y ¿cuándo lo hacemos examinar, corazón?”