lunes, 29 de febrero de 2016

Milagros

Crecí en una familia religiosa y profundamente creyente. Mi abuela materna decía todo el tiempo: "Si uno tuviera fe como un granito de mostaza y ordenara a una montaña que viniera a uno, ella obedecería", y luego añadía que el hombre (lease el ser humano, porque mi abuela decía todo esto antes de que existiera la corrección política) era una masa insignificante al lado de las montañas, y que, por eso, cuando se le ordenaba a un hombre curarse, éste se curaba. Eso sí, las enfermedades, me decía, son medio sordas y hay que hablarles con claridad y fuerza. Algunas, además, requieren de más fe. Para curar una gripa, por ejemplo, medio granito de mostaza era más que suficiente; para curar un brazo roto, se necesitaban dos granos de mostaza, uno para cada mano con que se iba a sobar el hueso. Para levantar un muerto, como ocurre con Lázaro, se necesita toda una patilla de fe, y esa es una cantidad que solo posee una persona cada dos mil años.

Pienso en todo lo anterior porque una amiga me contó que había empezado a practicar biokinésis, que es una técnica en la que el usuario se concentra en transformar su ADN y producir cambios en su cuerpo: perder peso, recuperar el cabello perdido, eliminar enfermedades o, más comunmente, cambiar el color de los ojos.

Mi amiga delira con tener ojos de un azul profundo y límpido. Y para conseguirlos lleva un mes viendo todas las noches, antes de acostarse,  un video en Youtube que ha sido visto por más de un millón de personas. Este video, me explica, es exclusivo para personas que hayan nacido con los ojos café oscuros y quieran tenerlos azules. Existen también videos para personas que quieren pasar de ojos negros a verdes, azules o miel. De igual manera, hay técnicas para convertir los ojos azules en verdes, marrones o negros. Y es bueno que haya tanta variedad de videos, porque insatisfechos hay de todos los colores.
 
Me pregunto a quién se le habrá ocurrido por primera vez eso de la biokinesis ocular. Jamás había pensado que redecorar el iris fuera un deseo común de la humanidad, que en el fondo todos sintiéramos envidia de los ojos del vecino. Pero esto también es culpa de mi crianza religiosa, que me hizo ser un poco inocente para esas cosas del mundo.

A los educados en medios religiosos no se nos ocurre nada así. Nosotros aprendimos en el colegio y la familia que si Dios lo hizo a uno con los ojos negros hay que aprender a quererlos de ese color. Y que cuando se reza por los ojos, se hace para dejar de usar gafas o recuperar la vista, asuntos estrictamente prácticos, porque Dios es un ser ocupado y no tiene tiempo para consultas estéticas.

Si nosotros pensáramos en esas cosas, a Moises se le hubiera ocurrido agregar una pequeña linea al final del noveno mandamiento que prohibiera desear los ojos del prójimo con tanta severidad como se condena desear a su mujer, su buey, su asno o su carro último modelo. Pero no lo hizo. Tampoco los jueces judíos se pronunciaron al respecto, y esos son los mismos que definieron cuales eran las formas correctas e incorrectas de sacrificar cabras para el consumo humano.

Y a mi amiga le hubiera convenido que alguien prohibiera, sancionara o, al menos, se pronunciara sobre la biokinesis ocular porque, como consecuencia de su desinformada incursión en el mundo de la automodificación genética, uno de sus ojos está más claro que el otro. La razón, me dice, es que antes de ver el video se quita los lentes de contacto; así, uno de sus ojos, el que ve mejor, se beneficia más que el otro, el que está medio ciego. Cuando ya uno de sus ojos sea azul, explica, verá el video sólo con el ojo más oscuro hasta que ambos se igualen.

Pero el caso de mi amiga es uno de los casos más leves de desequilibrio causado por la biokinesis. Si se busca con cuidado, se puede encontrar el caso de Clara, una mujer que toda su vida se sintió acomplejada por sus pequeños pechos y quiso usar la biokinesis para aumentar sus atractivos, pero a  quien el tratamiento sólo le hizo efecto en el lado izquierdo. La razón es que, antes de acostarse a mirar el video, todas las noches se quitaba los audífonos que usa para disimular la sordera de su oído derecho.

De todas formas, a ambas el desequilibrio las hace felices. Mi amiga sueña con el día en que pueda decir que nació con un ojo azul y el otro castaño. Mientras tanto, Clara, ha decidido publicar en las redes sociales solamente las fotos que muestren y resalten su mejor lado, y nunca había sido tan popular en los servicios de citas online.

No se puede confiar en los milagros de la mente humana. Ya lo decían en el grupo de oración de mi abuela, la ciencia del hombre (sobre todo la pseudociencia) es tan limitada y desequilibrada como él mismo. Y allí radica la superioridad de la fe sobre la biokinesis. En que no cura más la gripa en el lado derecho que en el izquierdo; ni su efecto depende de que el paciente o el creyente esté usando gafas o aparatos auditivos. Los milagros de la  fe lo invaden y transforman todo al mismo tiempo, o no lo hacen. Es una situación de todo o nada.

Por otro lado, la fe, incluso cuando funciona, también es peligrosa. No se puede andar moviendo montañas a diestra y siniestra sin que alguien salga lastimado por más equilibradamente que caminen.

Aprender a aceptar que los ojos son del color que son, que los pechos no van a crecer magicamente y que la topografía no va a transformarse según nuestro capricho; resignarse a uno mismo y al mundo parece la mejor opción o, por lo menos, la más económica. Y es que si se tiene mucho dinero, como han comprobado incontables millonarios alrededor del mundo, los milagros están a la orden del día y tanto la fe como la biokinesis salen sobrando.

viernes, 26 de febrero de 2016

Encuentro en el parque

El fin de semana fui a leer en un parque y encontré a mi tío José. Estaba sentado en una banca, a unos metros de mí, y, aunque llevo mucho tiempo queriendo hablarle, no me le acerqué. Verán, mi tío José falleció hace diecisiete años y hablar con espíritus, me ha dicho el doctor, es malo para la salud.

"Time is disjointed","El tiempo está fuera de quicio", me dije a mí mismo, citando a Hamlet, mientras lo observaba, poniendo mucho cuidado en no ser descubierto. Se veía saludable, mucho más que en los últimos años de su vida, y vestía un conjunto enterizo, turquí con lineas amarillas, perfecto para hacer ejercicio y sudar bastante sin que se note.

No es la primera vez que lo encuentro; su apariciones me estremecen aunque parece un fantasma feliz, nada que ver con el cadavérico y melancólico padre de Hamlet. Nunca toma nada, ni escucha música, sólo observa los parques en que espanta —si es que un verbo como ese puede aplicarse al caso. —; lo que puede deberse a que contaba, en vida, con un carácter más contemplativo que consumista. Tampoco lo he encontrado leyendo, y esto sí me parece extraño porque tenía la mejor biblioteca que he conocido en mi vida. Es cierto que no recuerdo haberlo visto con un libro en las manos, pero me cuentan que leía mucho y sé que tenía una gran cultura. Sólo menciono esto último porque me parece que los fantasmas deben contar con más tiempo para leer que los vivos; yo mismo tengo una lista de libros que he reservado por si acaso sufro insomnio en medio de la larga noche de la muerte. Me hubiera gustado encontrarlo leyendo, saber si nos interesaban los mismos autores o, por lo menos, los mismos géneros literarios.

Lo que no entiendo es ¿por qué espanta en los parques que yo frecuento? ¿Por qué no se aparece en su casa en Cartagena y visita a su familia?¿Será que no puede?¿Será que los muertos se quedan confinados en la ciudad en que fallecen y no en la ciudad en que se les extraña más? o, bien, ¿Será que me anda siguiendo?

Yo no sé, ni entiendo nada.

Él decía que yo iba a ser literato, lo dijo desde un día en que, me cuentan, me encontró leyendo “El viejo y el mar”. Dicen que le hablé sobre el libro con tanta pasión y razón —toda la que pudiera tener un niño de ocho años —que supo que mi destino estaba en las letras y no la medicina, como mis padres soñaban hasta entonces.
Como escritor encuentro interesante la idea que los muertos vayan recogiendo sus pasos, que imagino debe ser algo así como sentarse a revisar las propias memorias cuando ya fueron publicadas, y recordar cómo fue el proceso de escribirlas a cada página, descubrir errores ya irremediables y prometerse que la próxima vida se escribirá con más cuidado. Me gusta la idea de recoger los pasos, también, porque me permite pensar que tal vez el tío que veo es él mismo, aún vivo, cuando era más joven. Y me gusta verlo así, feliz y tranquilo, antes de sus últimos años cuando se emborrachaba solo los domingos, cuando había dejado de leer por falta de tiempo e interés, cuando ya lo único que pude conocer fue a un hombre algo hosco y silencioso con el que me asustaba hablar y que, sin embargo, siempre me tuvo en muy buena opinión. No sé... recuerdo muy poco.

¿Qué quiere él de mí cuando visita mis parques?¿Qué quiero yo de él, si sólo imagino reconocerlo?

Hace años me dijo una amiga, que se especializa en todo lo que tiene que ver con espíritus y magia, que los muertos tienen la capacidad de hacer tres visitas a personas con quienes aún tienen asuntos por resolver, que por eso algunas personas sueñan con los recién fallecidos aún antes de saber que estos ya no son de esta vida. Y quizás sea eso, que me visita —o yo lo imagino —para hacer las paces por haberse dejado morir antes de que pudiéramos hablar como iguales.

O, tal vez, quiere que le pida perdón. En 1998, yo pretendía ser poeta y escribí un poema malísimo poco antes, o poco después, de que mi tío falleciera. Entonces tampoco sabía nada, pero volviéndolo a leer después del suceso, descubrí que parecía escrito por un muerto que se despedía de las personas que quería. Como persona lógica, estoy absolutamente seguro de que es todo una casualidad, pero como autor me siento culpable de haberlo matado. Los escritores creemos en cosas muy ridículas.


Ahora soy un adulto y su fantasma también; tenemos cosas de que hablar, pero me da miedo acercarme. No sólo porque podría ser un fantasma, sino también porque me preocupa la idea de que me pida vengar su muerte. No sabría como hacerle la guerra al cáncer y, de todas formas, no soy de carácter vengativo sino conciliador. A lo sumo le pediría, al cáncer, hablar mientras tomamos un poco de café, le explicaría la situación y luego iríamos a jugar bolos o recurriría a un abogado, según cómo resultara el encuentro.   

martes, 23 de febrero de 2016

Mi tía debería ocuparse.

Desde el día en que cumplió un año de soltería, a mí tía Lucía le dio por frecuentar la medicina.

Cada dos semanas, puntual como un relojito, se enferma, descubre que tiene la presión baja, le inicia un dolor intenso de espalda, le duele la cabeza en lugares extraños, se le revuelve el estómago o le da infección de oído.  Entonces se da un baño concienzudo, se viste cómodamente, se aplica base y se peina y, cuando se siente lista para recibir visitas, llama a emergencias para que le envíen un profesional de la salud. Mientras espera, mi tía prepara un café, repasa la lista de sus dolencias y prepara el archivo de las recetas que le han prescrito durante los últimos años, también tiene una cajita en la que guarda los cartones de las medicinas por si el doctor no las reconoce de nombre y necesita revisar el componente activo. Sé todas estas cosas porque me las cuenta en la noche, cuando ya todo ha ocurrido, con un dejo de orgullo mal disimulado, entonces me muestra sus nuevas medicinas y me hace un recuento de sus últimos males.

A mí, su situación me preocupa. Me da la sensación de que se enferma para ocuparse, que desde que se separó y no tiene que cuidar de un hombre alcohólico y descuidado, no sabe que hacer con tanto tiempo libre. Me da miedo que pueda convertirse en una hipocondríaca de texto.

— ¿Tú quieres que me consiga un novio a esta edad?—  me responde siempre.

Yo siempre le respondo que no, que sólo pienso que debería ocuparse, tomar clases de cocina, asistir a eventos culturales, hacer ejercicio y que, finalmente, todavía es joven y si algún hombre quisiera invitarla a salir, yo no le vería nada de malo a eso.

Y así ocurre, casi siempre, cada dos semanas. Ella me cuenta de su nueva enfermedad, yo le sugiero que se enferma por puro vicio y ella dice que no quiere salir con nadie, que con sus enfermedades y doctores le basta y le sobra. Pero la semana pasada algo cambió, me dijo que había escuchado algo de citas rápidas y le sonaba interesante, que quería que le ayudara a inscribirse en una. Eso sí, me aclaró,  una para señores y señores de cierta edad, ya tengo muchos años para que me vean por la calle agarrada de la mano con un jovencito.

El día de las citas, se arregló con el mismo cuidado que pone cuando se enferma. Eso sí, se vistió mejor, se puso su traje negro para cirugías . Quería que la esperara afuera por si alguno de los hombres le soplaba burundanga o le echaba algo en la bebida. Cuando salió, una hora y media después, se veía desencantada.

—¿Qué pasó?—  le pregunté.
—Que nadie supo decirme qué será este lunar que me encontré esta mañana en el brazo.

Desde entonces he dejado de molestarla pidiéndole que se ocupe. Uno viene a este mundo a buscar cómo ser feliz, y ella se siente dichosa con sus enfermedades quincenales, mucho más de lo que se sentiría asistiendo a clases de cocina, apreciación poética o conciertos de música clásica. Ahora en lo que le insisto es en que debería mudarse a un edificio que esté lleno de doctores separados, alguno tiene que haber.

Y es que quién sabe si allá afuera no habrá un doctor maduro que se levanta cada dos semanas con la necesidad imperiosa de revisar lunares, tomar temperaturas  y recetar medicamentos, y que no tiene con quien satisfacer sus saludables deseos, así que deambula por las calles mirando a los transeúntes con ojos examinadores y sintiendose infeliz.

Mi tía insiste en que quiero encontrarle un novio. Y no, yo lo que quisiera es encontrarle complemento a su locura personal. Y es que, no nos digamos mentiras, ambos se beneficiarían enormemente si se conocieran.

Ya los puedo imaginar, él diciéndole, coquetamente, sobre el café: “Querida, ese lunar se ve preocupante”. Y ella encantada de sentirse tan bien cuidada respondiendole: “Y ¿cuándo lo hacemos examinar, corazón?”

miércoles, 10 de febrero de 2016

¿A dónde va el amor cuando muere?


Han pasado casi 150 años desde la muerte de Gustavo Adolfo Becquer, y a pesar de la invaluable colaboración de Willie Colón, no estamos ni un paso más cerca de resolver la profunda duda que aquejaba al poeta cuando escribió la rima XXXVIII. Nadie, ni las musas, ni los poetas, ni las gitanas, ni los filósofos, ni los técnicos en disposición de desechos han sabido decirle al mundo a dónde se va el amor cuando muere.

Existen, sin embargo y es bueno recordarlo, numerosas hipótesis. José Guillén, autor de “Amor: ese extraño huesped”, propone que el amor es un ser vivo, invisible y etéreo, que desova en los oídos de quienes duermen y que crece alimentándose de su anfitrión. Cómo todos los animales, el amor también muere y deja restos detrás suyo. Igual que los cementerios de elefantes, esos lugares en que se han  ido arrumando los huesos de numerosos elefantes desde que el mundo es mundo, existen, asegura Guillén cementerios de amores. Estos son lugares fácilmente reconocibles porque producen una inmediata sensación de melancolía concentrada y, si pudiéramos verlos, entenderíamos la razón. En ellos se erigen pilas inmensas de cadáveres amorosos de todos los tamaños y formas; desde los diminutos y frágiles esqueletos de los amores que nunca llegaron a nacer, hasta las gigantescas osamentas de los amores que murieron con sus anfitriones tras una larga vida de parasitismo. Se encuentran allí, también, huesos contrahechos, propios de los amores enfermizos y muchas, muchas variedades más.

Tambien se conoce, se ha hecho popular en lós últimos años, la hipótesis presentada por Ismael Sierra en “Caín: el primer enamorado” que empieza con esa frase que ha hecho la delicia de ateos de todas las edades: “Si existiera, Dios sería el único culpable de todas las guerras y asesinatos de la historia humana. Nadie más que él, quien introdujo el desamor y la violencia a la plácida, monótona y pura vida de la raza humana. ¿Acaso es digno de un ser que se pretende sabio y todopoderoso preferir, como una adolescente caprichosa, las ofrendas de una persona sobre las de otra?¿Acaso, al hacer esto, no produjo el primer corazón roto, la primera desazón de no saberse amado, el primer caso de celos? Si un ser como ese Dios existiera, creo que tendría el buen sentido de quitarse la vida para pagar por sus culpas. Por todo lo anterior, puedo aseverar que Dios no existe”.

Para Ismael Sierra, el amor es un producto físico de nuestro cuerpo, como las hormonas, y no puede morir, pero sí puede ser neutralizado o convertirse en otra cosa. A mí, personalmente, me atrae inmensamente la idea de que el amor se convierta, inevitablemente, en desamor. Como si el amor fuera una crisálida de la que eventualmente emergerá una colorida mariposa, quizás una de esas que revolotean en los estómagos de los enamorados. El desamor entonces es como esos árboles aztecas a la vera del camino de cuyas ramas, en vez de hojas colgaban calaveras, señalándole al aventurero que si sigue adelante las cosas no van tener un buen final. En ocasiones, asegura Sierrra, el desamor puede mutar en cosas aún más espantosas como la ira, el deseo de venganza o la depresión. La propuesta de este autor es un poco radical, lo que se explica por su formación quirúrgica. Lo ideal, dice, sería extirpar de los niños no-natos el organo amoroso, o en su defecto, desarrollar una técnica para extraer el desamor del cuerpo. De cualquier manera, una humanidad la que hayan desaparecido el amor y sus peligrosas consecuencias sería más justa, más hermosa, inocente y pura, y es a ella que todos deberíamos aspirar.

Los cientificos, poetas, gitanas y filósofos han recibido las propuesta de Sierra con algo de escepticismo, pero se sabe que los psicólogos han aceptado a píe juntillas la idea de que el desamor es una plaga, como las ratas o las cucarachas, y están trabajando en técnicas no invasivas para desterrarlo. Inspirados por la estrategia militar de colocar la misma canción a todo volumen durante interminables días para desalojar viviendas, se han propuesto desarrollar una aplicación que repita interminablemente la misma frase en los oídos de los plagados hasta que el desamor se marche.

La aplicación todavía está en etapa de pruebas, pero hasta ahora los sonidos que mejor han funcionado para espantar el desamor son las canciones de Alci Acosta. Cosa que les podría haber dicho cualquier colombiano al que le hayan roto el corazón.

A todas estas, el mundo sigue sin saber a dónde va el amor cuando muere. Yo lo que creo es que se lo comen los tardigrados, sin embargo no he conseguido entrevistarme con ninguno.

Fumar

Mi amiga me dijo que le habían ofrecido un trabajo en Bogotá y que estaba planeando mudarse, pero le preocupaba su economía. Particularmente el gasto mensual que le representaría aprender a fumar y mantener el vicio.

—Es que tú me conoces. No sé que es la moderación, si empiezo a fumar necesitaré de un par de paquetes al día, y esto es haciendo cuentas alegres.

Por haber sido un fumador, por lo menos, la mitad de mi vida, me sentí con la autoridad y experiencia para detenerla enseguida y explicarle, sin rodeos, que no se fuma por el frio, por lo menos no por el de la ciudad.

—Uno fuma por muchas razones, yo fumé por sentirme enamorado, por tener el corazón roto, por puro aburrimiento, por sentir las manos desocupadas, porque la noche estaba clara y desde mi ventana se veía a un ángel con una trompeta que parecía un cigarro; fumé por física envidia de otros fumadores y hasta para premiarme por llevar un par de semanas sin fumar. El frío es lo de menos, uno no se va a calentar más por tener un punto encendido cerca de los labios y el humo no es caliente, sino de una tibia y sedosa frialdad.

Como se mostrara interesada en esta lógica de que se fuma por razones que no tienen nada que ver con el cigarrillo en sí, ni con el fuego, le conté sobre un amigo que dejó de fumar hace unos cuatro años de súbito y nunca ha vuelto a recaer. Todo esto a pesar de que era de esas personas que parecieran estar fumando un sólo cigarrillo ininterrumpido desde que despiertan hasta que caen dormidos.

Resulta que, a pesar de su afición, era un hombre consciente del daño que hacia su vicio al mundo. Mis pulmones no son míos, me decía todo el tiempo, son del universo. En consecuencia, un día se inscribió en un seminario para dejar de fumar, el seminario consistió en una charla de cuatro horas, no sobre el efecto dañino del cigarrillo en los pulmones y el resto del cuerpo, sino en una exploración de por qué fumamos. Y la conclusión, parece, es que fumamos principalmente por culpa del inconsciente y no porque nuestro cuerpo anhele la nicotina, o porque exhalando humo nos sintamos como dragones en reposo.

—Resulta que pasé toda mi vida fumando porque mi inconsciente estaba obsesionado con convertirme en Clint Eastwood  —ha dicho mi amigo a todos sus conocidos desde que abandonó la nicotina —y esta contradicción entre querer encontrarme a mí mismo y al tiempo desear, constantemente, ser otra persona me estaba destrozando por dentro, entonces fumaba para llenar con humo las grietas de mi alma.

Curiosamente, le dije a mi amiga, Clint Eastwood nunca fue un fumador y desde muy joven ha cuidado mucho su salud ejercitándose diariamente, comiendo sano y meditando. Seguramente hasta es vegetariano, añadí aunque no tuviera la seguridad de que fuera así. Así, pues, mi amigo ahora se parece a Clint Eastwood mucho más que cuando fumaba. Y eso también debe ser culpa del inconsciente, termino.

Mi amiga quiso saber si eso le pasa a mucha gente, y yo no estaba seguro de si se refería a desear ser Clint Eastwood, a fumar por culpa del inconsciente o a tener la sensación de que conocemos a gente que jamás hemos visto. En todo caso le respondí que sí y pareció quedar satisfecha y pensativa con mi respuesta.

—Entonces todo es cosa de hacer consciente en quién quiere mi inconsciente convertirme para que ni siquiera me provoque fumar — propone finalmente y ya con una sonrisa tranquila.

Yo asiento, pero no estoy convencido ni tranquilo. Toda esta charla sobre el inconsciente me pone algo paranoico,  porque mi amigo dice que el mío probablemente me hace fumar porque quiere convertirme en un escritor de verdad y mientras escribo estas lineas intento no pensar en que ya se ha salido con la suya.

En todo caso, mi amiga ha decidido rechazar el trabajo, y psicoanalizarse un par de años antes de atreverse a vivir en cualquier ciudad de clima frío. Yo no se lo he mencionado, pero el cigarrillo es un vicio mucho más económico que el psicoanálisis, aún sumándole la asistencia al seminario de mi amigo. Sobre todo porque ambos caminos conducen al mismo punto, a descubrir que el inconsciente ha estado moviendo nuestros hilos para convertirnos, sin que nos demos cuenta, en otra persona. En Clint Eastwood, por decir cualquier cosa.