martes, 18 de abril de 2017

En Namibia no hay niños.

 Esto que te voy a contar tienes que convertirlo en cuento, es algo que me pasó mientras viajaba por África por allá en el sesenta y algo. Hasta he pensado el titulo, tienes que ponerle “En Namibia no hay niños”. ¿No te parece un titulo chévere?

No estoy seguro de si ocurre en Namibia, pero siento que ese país suena mejor que Ruanda, Sudáfrica o Costa de Marfil. Por eso tienes que ponerle así.

Fue en enero o febrero. Hacía un calor desesperante. Pasaba las veinticuatro horas del día bañado en sudor. Curiosamente, durante esa misma época, los mosquitos, que me habían atormentado tanto durante los meses anteriores, dejaron de picarme. Y no es que no hubieran insectos. Al contrario, el calor los había animado, miles, millones de ellos me rodeaban como un cardumen de pirañas durante las primeras horas de la noche, pero nunca me encontré ni una sola roncha al amanecer. Sospecho que mi abundante sudor los hacía resbalarse de mi cuerpo antes de poder alimentarse. Unos años después invertí en una empresa que quería crear un repelente de insectos que usaba un principio similar, pero… ¡Oye!, no dejes que me vaya por las ramas…

Siempre me ha gustado mucho caminar, por eso a mi edad conservo estas piernas tan fuertes y seductoras. Yo y Helmuth, mi guía, habíamos atravesado en las últimas semanas una cadena montañosa, y las provisiones empezaban a ser escasas. Por eso, él había decidido sacarnos de la ruta acordada previamente y llevarme por un camino que nunca he podido identificar.
Una tarde, avistamos un caserío y yo quise acercarme para conocer a los lugareños, comer algo caliente y quizás agenciarme un par de recuerdos. Pero Helmuth se negó a acompañarme. Me hizo entender que, en su opinión, lo mejor sería acampar allí mismo y partir al día siguiente. Para reforzar su punto, arrojó su maleta en el piso, la arrastró hasta un árbol cercano, sacó de ella las varas, las cuñas, las cuerdas y la tela y empezó a armar nuestra carpa.

Si hubiera estado con Jefta, mi anterior guía, quizás hubiera escuchado a su intuición, pero mi relación con Helmuth era tensa, principalmente porque no nos entendíamos.

Lo que pasa es que Jefta se había marchado unas semanas antes, porque tenía la sensación de que su esposa lo necesitaba. A menudo tenía presentimientos que se habían probado veraces y yo había aprendido a respetarlos, por ello no le insistí que se quedara, pero le pedí que antes de irse me consiguiera un guía que hablara español.

Esa fue la única vez que su intuición le falló, porque Helmuth hablaba español como yo hablo chino. Conocía quizás veinte palabras y más de la mitad de ellas las pronunciaba de forma extraña. En consecuencia, la mayoría del tiempo me hablaba en su propio idioma, que yo ignoraba por completo, y se ayudaba con gestos. Yo, por mi parte, le hablaba en alemán, que ambos ignorábamos y gesticulaba como loco. Eso sí, como tengo oído para los idiomas, le hablaba en una jeringonza que hubiera confundido a cualquier transeúnte de Berlín o Dresde.

Helmuth, creo que es importante decirlo, no era su nombre, que nunca pude aprenderme, sino cómo me refería a él cuando discutíamos, es decir, todo el tiempo.

Así que tras gritarnos un rato sin llegar a ninguna comprensión. Lo dejé armando el campamento y me dirigí al caserío. El final de la tarde estaba fresco y me tomó menos de media hora llegar a él. En el camino se me ocurrió que era una tontería ir sin guía, pero me dije que con él o solo daba igual porque aunque él hablara el idioma local no hablaba el mío.

Nada más llegar a la aldea, noté que había algo raro. Nadie me miraba fijamente, ni una sola persona parecía sorprendida de verme, pero supuse que quizás ya estaban acostumbrados a ver personas como yo, de mi estatura, con el cabello dorado y la piel blanca. Lo realmente perturbador era el silencio. Nadie hablaba, nadie cantaba, nadie reía, ninguno saludaba a otro. Y cuando se cerró la noche, nadie encendió luces. La luna llena me bastaba para deambular entre las casas, y eso hice. Mantenía la esperanza de encontrar un bar o al fabricante de alcohol de la aldea. Y es que en todo asentamiento habitado por hombres y mujeres siempre hay uno. No hay nada tan universalmente humano como el deseo de emborracharse.

Fue mientras caminaba que me di cuenta de que no había oido ni visto un solo niño. Que esa tarde no había sido recibido por una pandilla de ellos. Parece una tontería, pero siempre habían sido ellos quienes primero me abordaban cuando llegaba a un nuevo lugar. Era como si pudieran presentir mi llegada y llevaran días acumulando ganas de halarme la barba, morderme, correr alrededor mío o chuzarme con ramas para probar si era sólido como ellos. Este descubrimiento me incomodó y entendí un poco la reticencia de Helmuth. Mientras buscaba el camino de regreso, me encontré con una casa iluminada.

La casa no tenía puertas, sólo una tela que cubría la entrada y estaba corrida. Adentro no había muebles, camas, ni mesas. El único mobiliario era un agujero en el piso lleno de agua, como una especie de piscina individual, y dos antorchas. En el agua flotaba un cadáver desnudo, estaba empezando a descomponerse de una manera que no he vuelto a ver. Tenía la piel cuarteada, rota, y de esas fracturas se asomaban cosas delgadas y largas que se ramificaban. No estaba hinchado ni olía mal. Pensé que era una forma curiosa de tratar a los muertos, pero había visto cosas peores. Abandoné la casa y salí de la aldea sin encontrarme con un alma.

En el campamento, Helmuth estaba haciendo guardia para nadie o me estaba esperando despierto. Quise contarle lo que había visto, pero su mirada me dijo que probablemente ya había oído mucho más de lo que yo sabía.

A la mañana siguiente, Helmuth me despertó e indicó que saliera. Se veía emocionado y señalaba a la aldea. Desde la distancia, las personas que salían de la aldea eran manchas oscuras. Dejamos atrás el campamento y todas nuestras provisiones para acercarnos más. Desde una menor distancia era posible distinguir que los locales estaban marchando en tres filas de mujeres y hombres mezclados, y que había algo en medio de ellos. Una caja grande. Me recordaron a hormigas acarreando una hoja. Busqué figuras pequeñas entre las sombras, pero no vi ninguna, todos parecían ser adultos.
Sin equipaje, caminábamos mucho más rápido de lo que yo lo había hecho el día anterior. Helmuth parecía conocer el camino y yo lo seguí sin vacilar. Yendo se me ocurrió que quizás hubiera sido buena idea cargar mi revolver, pero era tarde para arrepentimientos.

Cuando llegamos a un claro, Helmuth me indicó que me sentara. Él hizo lo mismo. Cuando empezaron a llegar los primeros aldeanos, pensé que se molestarían al vernos, pero no dijeron nada. Bajaron su carga que era una caja de madera, ancha, pero poco profunda, de la que goteaba agua. En ella flotaba el cadáver que había visto el día anterior. Quise levantarme, pensando en que los entierros son rituales íntimos en los que no tenía ningún derecho a inmiscuirme, pero mi guía me tomó por el hombro y me obligó a permanecer quieto. Con sus propios dedos, los aldeanos cavaron un agujero en el que arrojaron, sin mayor ceremonia, el cadáver. A continuación, cada asistente arrojó una manotada de tierra sobre el cuerpo hasta cubrirlo por completo. Hecho esto se marcharon. Durante todo este tiempo, nadie nos miró, nadie dijo nada. “Así deben sentirse los fantasmas”, recuerdo haber pensado.

“Vem”, me dijo Helmuth. Lo seguí un par de cientos de metros hasta otro claro. En este había tumbas similares a la que acabábamos de ver siendo cavada, pero los cadáveres habían sido desenterrados por algún animal. En los agujeros sólo quedaban algunos trozos de un material blanco y duro que asumo debían ser huesos. Helmuth, mientras tanto buscaba algo en el piso.

“Mirro”, dijo, “mirro acá”. Me acerqué a ver lo que había encontrado. Eran numerosas huellas humanas, de un centímetro de largas, pero indiscutiblemente humanas. Cinco dedos, talón, puente arqueado. Eran huellas como las que tú o yo podríamos dejar.

“Ninos”, me dijo y se levantó. No volvió a decir otra palabra hasta que llegamos a nuestro destino unos días después. Cuando le hacía preguntas en la noche, me señalaba que esperara.

En el pueblo al que llegamos, me guió hasta la esquina de una plaza, dejó su equipaje en el piso, dijo “vuervo” y se marchó. Lo espere toda la tarde y seguí haciéndolo mientras la noche avanzaba. Cuando sentí que había pasado la medianoche, arrastré mi equipaje hasta un bar cercano y me dormí sentado en una de sus mesas.

A la mañana siguiente encontré un guía capaz de hablar un español comprensible y continué mi camino. Intenté preguntarle por lo que había visto en aquella aldea, como si fuera algo que me habían contado y dijo que no sabía de qué hablaba.

A veces me pregunto si Helmuth volvió cuando ya me había dado por vencido. Si estaba dispuesto a explicarme lo que había pasado, o conocía a alguien que pudiera hacerlo. Pero esos son pensamientos necios. El hecho, lo que quiero que te quede claro, es que en algún lugar de África, quizás en Namibia, hay un pueblo, uno muy pequeño, en el que no hay niños y a sus muertos los dejan en el agua, como a las semillas de cereza, hasta que se ablanden.