lunes, 24 de agosto de 2015

Algodón de Azúcar



El sol se había ocultado varias horas antes. A los niños del barrio ya se les había ordenado dormirse al menos tres veces, y sólo los jóvenes y algunas personas mayores permanecían en la calle. Los unos se congregaban en la plaza para conversar sin la vigilancia de sus padres y maestros. Aprovechaban también,  y es importante decirlo, para fumar, tomar cerveza y enamorarse. Los otros hacían exactamente lo mismo, pero en los pórticos de sus casas, aunque los unos jamás lo creerían.

El león atravesó la plaza sin que los jóvenes lo vieran, seguía un olor que había percibido mucho antes; no era un olor humano, los humanos huelen a caballo, a sudor, a orines. No era un olor humano; era otra cosa, un olor punzante que al león se le deslizaba por la nariz y le producía cosquillas en la lengua.

Los ancianos, en sus cómodas mecedoras, sí vieron al león, pero no hicieron nada. ¿Qué iban a hacer diez débiles ancianos contra un león? Y es que el león tampoco parecía interesado en  ellos, caminó por su lado sin determinarlos. Uno de ellos, entre curioso y valiente, alargó la mano e introdujo sus dedos en la poblada melena. ¡Qué toscas eran sus hebras! Pero el león no reaccionó.

Junto a la confitería, finalmente se detuvo. Saltó un muro y encontró el origen del olor: un cubo grisáceo y cálido que, apenas media hora antes, producía algodón de azúcar. Alargó la garra tímido, en las ciudades las presas no corren, pero siempre es mejor ser precavido. El cubo no se abrió, pero tuvo más suerte con las nubes que colgaban alrededor de este. Con un pequeño golpe caían al suelo y ¡qué rico sabían cuando las tocaba con la lengua! Se contraían en sí mismas, eran animales temerosos pero no huían. Tras haber devorado al menos veinte de esos extraños animales sin huesos, el león se declaró satisfecho, y se echó a dormir sobre los restos de su cena,

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