Hace un par de días estaba hablando con una amiga de la muerte. Ella me decía que morirse era como harto porque se dejaba de sentir, de pensar, de querer, de ver, de respirar, de existir. A ella no le molestaba saber que un día iba a morirse pero le parecía aburrido dejar de estar viva. Con todo, a veces, me dijo, anhelaba morirse para dejar de sufrir, para descansar, para no pensar tanto.
Yo le dije muchas cosas sobre la muerte que llevo años pensando y que preferiría no repetir por escrito; principalmente porque la mayor parte de las cosas las dije sólo para molestarla. Lo que sí es cierto es que, como he dicho muchas veces y a muchas personas, en algún momento de mi vida, la mayor parte de ella, fuí suicida.
Recuerdo que de niño me sentaba en el borde del techo del edificio en que vivía y contemplaba tirarme. Si nunca lo hice fue porque aunque era infelíz, la mia era una infelicidad crónica y nunca me pareció fuera de lo normal pensar las cosas que pensaba ni sentirme como me sentía. Pensé que todos pasabamos por eso, que todos pensabamos en morirnos todo el día, que todos nos cortabamos en los brazos, que todos, en las ciudades, viviamos como suicidas, caminando por las calles sin esquivar los peligros y sin temer a la muerte.
Recuerdo tambien que siendo adolescente intenté cortarme las venas un par de veces, para entonces no sólo estaba solo, estaba desesperado. Hay una sensación que me ha acompañado toda mi vida y que suelo explicar así: "Es que uno es uno solo", toda mi vida me he sentido en el lugar equivocado, como un pez de agua dulce en el mar, o como un negro en una reunión del Ku Kux Klan, o como una cebra en una fiesta de tigres. Nunca he conocido a alguien que me haga sentir parte de una manada, siempre he sido una manada de uno. Con los años he aprendido a aceptar mi unicidad y a disfrutar de conocer especimenes que me quieren aunque no sea como ellos, y a quererlos a mi vez. Pero en aquel entonces, cuando perdí el año, no había nadie a mi lado. Sólo estaba yo, mi boletin, un trozo de vidrio y las murallas. Me corté, sólo un poco y de manera superficial. Me levanté y fuí a casa, nunca en mi vida me había sentido tan solo pero sobreviví.
Recuerdo además a Bogotá, donde poco a poco me fuí quedando solo, donde esperaba encontrar a los mios y solo halle más dolor, más dudas y más silencios. Recuerdo que allí, en esa ciudad, planeé suicidarme dos veces, la primera me entretuve despidiendome del mundo, fumandome un ultimo cigarrillo, viendo mi último atardecer, contandome mi último día. De pronto se me hizo muy tarde y lo dejé para otro día.
Ese segundo día me senté en el sillón, tenía en mis manos las pastillas que acabarían con mi vida, la bolsa que pondría sobre mi cabeza y un vaso de agua; pero entonces recordé algo y no fuí capaz de seguir. Estaba solo, triste, y desesperado, pero me acordé de ella que tambien estaba triste, sola y desesperada, y de que me había pedido no morirme. No te mueras, me había pedido una semana antes, no te mueras porque no sabría que hacer con mi vida si tú también te fueras. Estaba desesperado, pero no queria desesperarla a ella; estaba triste, pero ella me necesitaba para reir; estaba solo, igual que ella, y nuestras soledades no se mitigaba cuando estabamos juntos, pero se engañaban. Eramos dos ciegos caminando por un laberinto, igual de perdidos los dos, igual de ciegos, igual de solos, pero los pasos del otro nos obligaba a caminar, a seguir buscando. Estabamos tristes, solos y jodidos, pero lo notabamos menos cuando estabamos juntos.
Ese fue mi último intento. La depresión continuó en mi vida por muchos años más, pero no el deseo de morir. Así, seguí viviendo, intenté sonreir más, reirme más, morir menos. Y sigo solo, sigo triste por ratos y en ocasiones me alcanza la desesperación, pero sigo adelante y sigo vivo, porque realmente no sé qué haría con mi vida si me muriera.