Bogotá, 19 de febrero, 2015.
Estimado señor zapatero:
Usted no sabe por todo lo que me ha hecho pasar, he llorado lagrimas de
sangre y todo por culpa suya, sólo suya... y bueno, mía, porque si yo
fuera menos inocente no hubiera confiado en un hombre como usted, que
más que hombre parece un puerco peludo en dos patas.
Una no puede confiar en un hombre como usted que parece alimentarse
exclusivamente con cerveza y empanadas de esas de doscientos, y que se
deja la camisa abierta para que todos puedan ver su peludo ombligo que
debe llevar años sin lavarse. Un hombre como usted no entiende de buen
gusto, de la buena vida, de moral ni ética, a usted no le importa en lo
más mínimo el bienestar de los otros, ni siquiera le interesa hacer bien
su trabajo. Usted nada más agarra su martillo y se pone a golpear los
zapatos a la buena de Dios, como un gorila. Y es que eso es usted, un
gorila que quiere imitar a los zapateros pero sólo sabe causar
estropicios.
Usted es de esos que creen que la vida es mirar morbosamente a las mujeres —lo noté varias veces mirando mi escote fijamente y ni siquiera tuvo la decencia de esperar a que lo no estuviera viendo—,
tomar cerveza, comer grasas y soltar ruidosos pedos todo el día. Y es
por eso que le dió el trato más vil a mis humildes zapatos de tacón. La
elegancia no tiene cabida, ni sentido, en su vida. Y no, señor, las
cosas no son así. Verse bien es parte fundamental de vivir en una
sociedad, cualquier sociedad, y le diré que no es facil. Una se
maquilla, se faja, se peina, se depila, se perfuma, usa sólo ropa que
esconda lo que sobra y compense lo que falta, aprende otros idiomas para
saber decir ui a los franceses, ja a los alemanes y yes
a los ingleses, porque además no basta con verse linda, hay que saber
de todo. Ya lo decía mi madre: nada es más feo que parecer ignorante.
Y yo he sido una mujer dedicada a mantener una buena imagen desde muy
pequeña, y todo, TODO, se vino abajo ayer por culpa de mi inocencia y de
su incapacidad profesional. Yo le había llevado mis zapatos favoritos
para que los arreglara porque necesitaba usarlos ayer cuando el gran
jefe eligiera a la persona que trabajaría con él. Y es que usted tendría
que ver al gran jefe, es todo lo contrario a usted: rubio, con los ojos
azules y unos labios delgaditos pero lindos, además es alto y elegante;
un día lo vi saliendo del gimnasio, vestía un esqueleto, y es lampiño
como un recien nacido. Sólo de pensar en él me emociono, y no es sólo
que sea lindo, es que es culto, ese sí sabe decir ui, yes y ja
de verdad y no solo de fingimiento. Además quién sabe que más sabrá
decir porque hace muchos negocios con los chinos y que les habla en su
idioma con fluidez. Y lo mejor es que es soltero; bueno, divorciado pero
es lo mismo porque todavía es joven y ambos nos hubieramos visto
beneficiados con nuestra sociedad, hubiéramos podido aprender mucho el
uno del otro. Pero ya no se puede, y es todo culpa suya.
Ayer fui contenta a donde usted a buscar mis zapatos antes de entrar al
trabajo, llevaba puesto un traje rojo que hacía juego con los tacones,
una medias de mallas negras que sé que a usted le gustaron porque no me
podía quitar los ojos de encima, y en la mañana había dedicado dos horas
a maquillarme para dar la impresión perfecta. Ese puesto debía ser mio,
igual que el gran jefe.
Imagine mi sorpresa cuando intenté ponerme los zapatos y descubrí con
terror que sólo me entraba un pie. No me era posible quedarme con las
zapatillas que había traido de casa porque sin los quince centímetros
extra de los tacones paso de sensual a rechoncha. Así que hice de tripas
corazón y embutí el otro pie en el zapato. Pero eso no es todo,
cuando quise caminar hasta el escritorio descubrí que, usted, no solo me
había reducido una talla del zapato sino que, además, le había quitado
unos cinco centímetros al tacón derecho para, seguramente, agregárselos
al izquierdo.
Me sentía como un monstruo bamboleandome por los pasillos de la oficina y
nada más llegar al escritorio me quité los zapatos. Por cierto, la
nueva cubierta interna que le puso SIN MI PERMISO es peluda, pica y creo
que me produce alergia. Pensé en varias opciones para resolver mis
problemas, incluso llegué a considerar pegarle con cinta un tarro de
liquid paper al tacon corto y pintarlo todo con un marcador, pero
entonces me llamaron a la oficina y no tuve más opción que volver a
ponerme los zapatos, aguantarme las lagrimas y hacer todo lo posible
para no caerme.
Si yo no hubiera tenido los ojos llorosos cuando entré a la oficina,
hubiera encontrado alguna excusa para no agarrar el plato que me
ofrecían, un plato que sostenía un pocillo con un café negro que aún
hervía. Me pidieron que se lo llevara al gran jefe y no encontré como
decirles que no. Logré llegar a él sin botar ni una sola gota. Entonces
él me miró de arriba abajo, como sabía que lo haría, y sonriente me
dijo: Lindos zapatos. Su halago me distrajo, hice el gesto de girar para
que los mirara mejor, yo sí sabía que le iban a gustar, y es entonces
cuando los diez centímetros de tacón faltantes me hicieron caer al piso
como un bulto de papas. Pero lo malo no es haberme caido sino haberle
derramado todo el café encima al gran jefe.
Quizás usted se ría, pero al gran jefe no le hizo pareció nada gracioso.
En consecuencia, no solo no me dieron el puesto sino que casi me
despiden del que ya tenía.
Así pues le escribo para cobrarle, pero no el dinero que le pagué por
las reparaciones, ni tampoco los zapatos que me arruinó, sino un hombre,
así, elegante, guapo y culto como el que me hizo perder. Yo no sé de
donde lo va a sacar pero me lo debe. Le recomiendo mirar entre su
clientela, a la que llamó —lo recuerdo claramente— selecta y numerosa, revise si hay en ella un hombre — preferiblemente de esos que se parecen a George Clooney, el actor peliblanco—
que le regale a usted constantemente dinero para que le dañe los
zapatos. Piénselo, revise, y si hay alguno así y usted me lo presenta,
yo le prometo que no vuelve a verme la cara. Y quizás, si nos va muy
bien, podría presentarle a una prima mía a la que usted me recuerda.
Gracias por la atención prestada.
Gloria.
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