Laura, a sus nueve años, era una niña de letras. No sólo porque
invariablemente mantenía un libro, cualquiera, cerca de su cuerpo para
leerlo en cualquier momento en que le fuera posible, sino porque, a
fuerza de ver letras todo el tiempo, empezaba a parecerse a ellas.
Sus piernas eran dos L, eran largas, rectas y delgadas, y terminaban en
unos pies que parecían demasiado largos para su altura. Su tronco era
una T de la cual brotaban dos V, sus brazos que siempre estaban en
posición de lectura. Su cabeza era una U con una G a cada lado. Y sus
ojos, perfectamente redondos, a lado y lado de la J que era su nariz,
parecían formar OJO. Finalmente, de la parte superior de su cabeza
brotaban innumerables hilos que leían SSSSS.
Durante las clases, el recreo, los viajes en bus, las visitas al doctor,
el desayuno, el almuerzo, la cena, las onces; los cumpleaños suyos y
ajenos; antes de dormir y después de despertarse; en las clases de
gimnasia, historia, matemáticas, literatura y ciencias naturales; donde
quiera que estuviera, a cualquier hora, siempre estaba leyendo o
deseando hacerlo. Su madre le auguraba una vejez rodeada de libros
polvorientos y cientos de gatos. Nunca se le había ocurrido que las
cosas podrían terminar de otra manera. Y, entonces, Laura dejó olvidado
un libro sobre la mesa de la cocina.
Era un libro negro con pasta de cuero. Estaba bocabajo y mirándolo por
afuera se notaba que Laura había marcado, doblándoles una esquina,
varias páginas. En la portada tenía un pequeño rectángulo de papel
cosido que le servía de única identificación.
La señora no sabía que pensar. En principio no le gustaba la idea de que
su hija estuviera leyendo sobre brujería y esas cosas malas que nunca
llevan a nada bueno y que siempre requieren de ropa negra, con lo
caliente que es ese color y en esta ciudad que es caliente como ella
sola, pobre niña que por andar en malos pasos se me va a terminar
insolando, y se va a desmayar en plena calle y con ese poco de hombres
malos que habitan en el mundo, que hay mujeres malas pero es distinto
porque se me priva mi niña y quien sabe que le podría pasar, si acaso ni
vuelvo a verla, mejor le quemo el libro o se lo escondo porque ninguna
hija mía va a andar caminando por las calles vestida de negro a pleno
mediodía.
Por otro lado, le alegraba saber que había alguien en el mundo capaz de
hacer que Laura se olvidara de la lectura, así fuera por un rato. Quizás
en el futuro pudiera llegar a tener nietos.
Laura extrañó el libro nada más sentarse en el bus pero ya no se podía
devolver. Calculó que el viaje en bus solía durar veinte páginas,
durante las clases siempre lograba leer unas veinte más, entre los dos
recreos podría haber avanzado otras treinta, y, finalmente, veinte
durante el regreso a casa. Por no llevar un libro había perdido noventa
páginas de lectura, era toda una tragedia.
Entonces recordó qué libro estaba leyendo y sintió miedo de que su mamá
lo hubiera encontrado. No le importaba que supiera que leía sobre magia y
hechicería, pero no quería tener que admitir ante ella que estaba
enamorada.
Repasó mentalmente el ritual que había estado preparando, alcanzó a
hacerlo cinco veces antes de llegar al colegio. No se le había olvidado
nada, estaba segura. Además, si todo salía bien, no tendría que admitir
nada, esa tarde todo estaría resuelto.
Durante la hora de matemáticas se excusó para ir al baño. Salió del
salón, respiró profundo, bajó las escaleras, se asomó a una ventana y lo
miró. Tenía la camisa por fuera del pantalón, y una mancha de tierra en
el hombro. Estaba sentado en la última fila, con la cabeza sobre los
brazos aparentando estar dormido. Laura dejó que una sonrisa enamorada
revoloteara en sus labios y prosiguió su camino.
El ritual era sencillo. Sólo tenía que escribir el nombre de él y todas
las cosas que recordaba en un papel, había dedicado a esa tarea toda la
noche anterior. En la última hoja anotó, rapidamente, que acaba de verlo
durmiendo y que la brisa del abanico hacía que su cabello rizado se
meciera como un campo de trigo. El siguiente paso era anotar las
palabras mágicas Opera Tenet Olvidum en el dorso de cada página.
A continuación hizo un rollo con las hojas y le prendió fuego con un
encendedor que había traído. Arrojó el rollo en un lavamanos y lo vio
consumirse. Cuando ya solo quedaban cenizas abrió el grifo del agua y
dejó que las cenizas fueran arrastradas por la corriente.
Con eso, había terminado el ritual y le había tomado menos tiempo de lo que esperaba.
Lo gracioso era que no se sentía diferente. Probó a recordar la primera
vez que lo había visto, y allí estaba, nítida. Era un jueves en que
llovía y él había quitado de la pared la tabla de corcho y la había usado como un paraguas para evitar que ella se mojara. Tambien recordaba esa ocasión en que él le había dicho... ¿qué le había dicho? ¿En qué estaba pensando? El baño estaba muy silencioso, y se arrepintió de no haber llevado un libro.
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