Hay muertos que no se han convencido de su muerte. Ellos siguen respirando, comiendo y defecando como si vivieran, pero es sólo apariencia.
Los muertitos llaman a la radio a pedir canciones, flirtean con la cajera de carulla, y se perfuman y maquillan los viernes, pero no viven ya.
Los muertitos se cansan de mirarse en el espejo, agarrar su barriga y preguntar a sus parejas: ¿he engordado? Éstas les responden que no, siempre.
Cuando los muertitos salen a bailar es que quieren refugiarse en otro cuerpo, esconderse de la muerte perdiendose por una hora en el amor.
Pero nadie quiere bailar con los muertitos porque tienen el ritmo atravesado, el cuerpo tieso, huelen a tigre y no son bonitos.
Cada noche, los muerticos vuelven al feretro de sus camas, se miran al espejo, extrañan un antes impreciso y soñado, suspiran y duermen.
Dormidos sueñan con cotidianidades: se lavan los dientes, miran tv, se enamoran, caminan, fuman, ofrecen fruta picada a sus amigos.
Los muerticos despiertan y se aburren mortalmente. Quisieran que un temblor les derrumbara la casa para cambiar de escenario, para que lavarse los dientes fuera un acto heroico,
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