El médium es un tipo extraño. No por algo físico, sin embargo. Es un poco más alto que el promedio; tiene un cuerpo normal, más bien delgado, que se ensancha ligeramente en la cintura; ojos grandes y cejas delgadas que resaltan el hecho de que está empezando a quedarse calvo. Cuando le dije que tenía una frente con ínfulas de imperio, sonrió como si lo hubiera escuchado antes. Tampoco hay nada particular en sus manos, ni en el tamaño de sus pies. Podría parecer rara su persistencia en vestirse según unos preceptos anticuados de elegancia (con una pesada levita, un chaleco en cuyo bolsillo guarda un reloj Ferrocarril de Antioquia, una corbata de lino negro e impecables zapatos de charol), pero es todo parte del papel que representa para sus clientes. Su extrañeza radica en otra cosa y es algo quien no lo ha visto no puede imaginar: produce la impresión de estar a punto de desvanecerse en el aire.
Me abordó el martes para suplicarme que le viera al día siguiente. Dijo que tenía un visitante que necesitaba hablar conmigo y no le permitía hacer su trabajo en paz. Debe ser mi tío, pensé, que, tras haber leído sobre nuestro encuentro en el parque, quiere convencerme de mostrarle en una luz más favorable y corregir los diversos errores e imprecisiones que pueda haber encontrado. Los muertos tienen demasiado tiempo libre...
El consultorio está precedido por una sala de espera pequeña y lúgubre, apenas iluminada por dos candelabros ubicados a los lados de la puerta que lleva al médium, y un tímido bombillo sobre la que lleva afuera. Las paredes están forradas en fotos de los reconocidos personajes de la política, la ciencia y el arte que acuden al consultorio buscando respuesta a sus dudas.
El consultorio, en sí, es pequeño y sencillo. Consiste en una pequeña mesa circular de madera y dos sillas; las esquinas del cuarto están ocultas tras velos porque, dice el médium, así se mantiene a los espíritus malos a raya. Cuando entré, me señaló una silla y se sentó frente a mí.
“Deme las manos”, dijo e intentó tomarlas por la fuerza. “¿Es mi tío?”, pregunté evitando que me agarrara. “Es su hija”, contestó y apresó mis manos sin ninguna dificultad. “Pero nunca he tenido ninguna” terminé...
“Va a tenerla”, dijo. “Quizás debería explicarle. Yo no soy un médium normal. No hablo con las personas que ya han muerto, mi arte es más complejo y difícil. Soy capaz de invocar a los hombres y mujeres que, si el mundo sigue el curso actual, nacerán en unos años. Sus espíritus me visitan, ponen sus manos en mis hombros y me dicen cuan orgullosos se sienten de conocer a alguien de mi importancia y poder. He recibido a nietos de presidentes, sobrinos de ministros, reyes coronados y madres de emperadores; he escuchado las melodías de los mejores compositores de los siglos veintiuno y veintidós; las vanguardias artísticas que transformarán el arte en los próximos años son, para mí, tan viejas como el renacimiento. Conozco las preocupaciones del próximo año y soy experto en la historia de lo que no ha acontecido. Este talento de dialogar con lo que está por acontecer me ha ganado renombre como consultor para estadistas, inversores y científicos que quieren tener al futuro de su parte.”
“Nunca hago esto para personas comunes. El futuro debería ser solo para los más grandes humanos, aquellos que están dispuestos a dejar su huella sin importar lo que tengan que hacer. Pero en las últimas semanas su hija ha estado causando interferencia en mi talento: un reconocido astrónomo acudió a mí para obtener información que le permitiera concluir rápidamente su investigación. Intenté ayudarle, pero no pude hacer más que invocar a una mujer que le recitó los pronósticos, mes a mes, para su signo dentro de veinte años.”
“Para marcharse, ha puesto una condición: hablarle a usted. La cosa es sencilla. Debe mirarme a los ojos y no dejar de hacerlo. Podrá distinguirla con el rabillo del ojo. No la mire nunca de frente porque el futuro es como un sueño o uno de esos corpúsculos transparentes que flotan en los ojos: cuando se le mira detenidamente se esfuma.”
Le obedecí y efectivamente la vi. Tenía unos diez u once años, los ojos y el cabello eran oscuros, quizás negros, y parecía estar sonriendo. La saludé tímidamente y ella movió su mano derecha en respuesta. “Cómo te va en el colegio”, le dije sintiéndome paternal. Ella giró los ojos y me hizo saber, con un gesto, que no quería hablar de eso. Claro, pensé, soy un padre, seguro le pregunto la misma vaina todos los días.
Me habló, dijo que quería agradecerme por haber sido un padre cariñoso, por leerle en las noches, por abrazarla, por escucharla con cuidado, por tratarla como a una persona inteligente, por ayudarla a encontrar sus propias respuestas, por guardarle algunos secretos, por cocinarle desayunos deliciosos. Me sentí feliz de escucharla. Entonces me dijo que pronto tendríamos que despedirnos. Sonreí y, seguro de que tendría la hija más maravillosa del mundo, le dije que nos veríamos en unos años.
Cuando el médium volvió en sí, le pregunté si mi hija había cumplido con su parte del trato. Dijo que sí, que volvía a escuchar todas las voces del futuro sin ningún problema. Entonces se me ocurrió que mi hija no me había dicho quién iba a ser su madre y que debería asegurarme de no dejarla pasar.
“¿Puede usted contactar a mí hija una última vez? Le prometo que seré breve”, le dije. Éste aceptó, tomó mis manos, y me pidió de nuevo que le mirara a los ojos. “Ya sabe como funciona”, me dijo, “pero siempre lo repito porque no se debe olvidar”. Esta vez, sin embargo, encontré a otra niña, una chica pequeña y rubia de no más de seis años. “¡Esta no es mi hija!” grité soltando las manos del médium. “¡No es ella con quien quiero hablar!”. “Es la única que le encuentro”, me dijo, “entienda que el futuro siempre está cambiando, que lo que ha vivido el día de hoy ha debido borrar la existencia de su primera hija.”
Lo comprendí todo de golpe. Me supe huérfano de una hija que nunca nacería y que había estado empeñada en ni siquiera existir. El médium quiso saber si estaba bien y me acompañó afuera mientras repetía algo de que el futuro no es apto para todo público. Pienso que tiene razón, sólo lo es para desalmados y valientes. Que se sepa que desde hoy mantendré mi cabeza bien sumergida en el pasado.
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