El
fin de semana fui a leer en un parque y encontré a mi tío José.
Estaba sentado en una banca, a unos metros de mí, y, aunque llevo
mucho tiempo queriendo hablarle, no me le acerqué. Verán, mi tío
José falleció hace diecisiete años y hablar con espíritus, me ha
dicho el doctor, es malo para la salud.
"Time
is disjointed","El tiempo está fuera de quicio", me
dije a mí mismo, citando a Hamlet, mientras lo observaba, poniendo
mucho cuidado en no ser descubierto. Se veía saludable, mucho más
que en los últimos años de su vida, y vestía un conjunto enterizo,
turquí con lineas amarillas, perfecto para hacer ejercicio y sudar
bastante sin que se note.
No
es la primera vez que lo encuentro; su apariciones me estremecen
aunque parece un fantasma feliz, nada que ver con el cadavérico y
melancólico padre de Hamlet. Nunca toma nada, ni escucha música,
sólo observa los parques en que espanta —si
es que un verbo como ese puede aplicarse al caso. —;
lo que puede deberse a que contaba, en vida, con un carácter más
contemplativo que consumista. Tampoco lo he encontrado leyendo, y
esto sí me parece extraño porque tenía la mejor biblioteca que he
conocido en mi vida. Es cierto que no recuerdo haberlo visto con un
libro en las manos, pero me cuentan que leía mucho y sé que tenía
una gran cultura. Sólo menciono esto último porque me parece que
los fantasmas deben contar con más tiempo para leer que los vivos;
yo mismo tengo una lista de libros que he reservado por si acaso
sufro insomnio en medio de la larga noche de la muerte. Me hubiera
gustado encontrarlo leyendo, saber si nos interesaban los mismos
autores o, por lo menos, los mismos géneros literarios.
Lo
que no entiendo es ¿por qué espanta en los parques que yo
frecuento? ¿Por qué no se aparece en su casa en Cartagena y visita
a su familia?¿Será que no puede?¿Será que los muertos se quedan
confinados en la ciudad en que fallecen y no en la ciudad en que se
les extraña más? o, bien, ¿Será que me anda siguiendo?
Yo
no sé, ni entiendo nada.
Él
decía que yo iba a ser literato, lo dijo desde un día en que, me
cuentan, me encontró leyendo “El viejo y el mar”. Dicen que le
hablé sobre el libro con tanta pasión y razón
—toda
la que pudiera tener un niño de ocho años —que supo que mi
destino estaba en las letras y no la medicina, como mis padres
soñaban hasta entonces.
Como
escritor encuentro interesante la idea que los muertos vayan
recogiendo sus pasos, que imagino debe ser algo así como sentarse a
revisar las propias memorias cuando ya fueron publicadas, y recordar
cómo fue el proceso de escribirlas a cada página, descubrir errores
ya irremediables y prometerse que la próxima vida se escribirá con
más cuidado. Me gusta la idea de recoger los pasos, también, porque
me permite pensar que tal vez el tío que veo es él mismo, aún
vivo, cuando era más joven. Y me gusta verlo así, feliz y
tranquilo, antes de sus últimos años cuando se emborrachaba solo
los domingos, cuando había dejado de leer por falta de tiempo e
interés, cuando ya lo único que pude conocer fue a un hombre algo
hosco y silencioso con el que me asustaba hablar y que, sin embargo,
siempre me tuvo en muy buena opinión. No sé... recuerdo muy poco.
¿Qué
quiere él de mí cuando visita mis parques?¿Qué quiero yo de él,
si sólo imagino reconocerlo?
Hace
años me dijo una amiga, que se especializa en todo lo que tiene que
ver con espíritus y magia, que los muertos tienen la capacidad de
hacer tres visitas a personas con quienes aún tienen asuntos por
resolver, que por eso algunas personas sueñan con los recién
fallecidos aún antes de saber que estos ya no son de esta vida. Y
quizás sea eso, que me visita —o yo lo imagino —para hacer las
paces por haberse dejado morir antes de que pudiéramos hablar como
iguales.
O,
tal vez, quiere que le pida perdón. En 1998, yo pretendía ser poeta
y escribí un poema malísimo poco antes, o poco después, de que mi
tío falleciera. Entonces tampoco sabía nada, pero volviéndolo a
leer después del suceso, descubrí que parecía escrito por un
muerto que se despedía de las personas que quería. Como persona
lógica, estoy absolutamente seguro de que es todo una casualidad,
pero como autor me siento culpable de haberlo matado. Los escritores
creemos en cosas muy ridículas.
Ahora
soy un adulto y su fantasma también; tenemos cosas de que hablar,
pero me da miedo acercarme. No sólo porque podría ser un fantasma,
sino también porque me preocupa la idea de que me pida vengar su
muerte. No sabría como hacerle la guerra al cáncer y, de todas
formas, no soy de carácter vengativo sino conciliador. A lo sumo le
pediría, al cáncer, hablar mientras tomamos un poco de café, le
explicaría la situación y luego iríamos a jugar bolos o recurriría
a un abogado, según cómo resultara el encuentro.
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