martes, 18 de abril de 2017

En Namibia no hay niños.

 Esto que te voy a contar tienes que convertirlo en cuento, es algo que me pasó mientras viajaba por África por allá en el sesenta y algo. Hasta he pensado el titulo, tienes que ponerle “En Namibia no hay niños”. ¿No te parece un titulo chévere?

No estoy seguro de si ocurre en Namibia, pero siento que ese país suena mejor que Ruanda, Sudáfrica o Costa de Marfil. Por eso tienes que ponerle así.

Fue en enero o febrero. Hacía un calor desesperante. Pasaba las veinticuatro horas del día bañado en sudor. Curiosamente, durante esa misma época, los mosquitos, que me habían atormentado tanto durante los meses anteriores, dejaron de picarme. Y no es que no hubieran insectos. Al contrario, el calor los había animado, miles, millones de ellos me rodeaban como un cardumen de pirañas durante las primeras horas de la noche, pero nunca me encontré ni una sola roncha al amanecer. Sospecho que mi abundante sudor los hacía resbalarse de mi cuerpo antes de poder alimentarse. Unos años después invertí en una empresa que quería crear un repelente de insectos que usaba un principio similar, pero… ¡Oye!, no dejes que me vaya por las ramas…

Siempre me ha gustado mucho caminar, por eso a mi edad conservo estas piernas tan fuertes y seductoras. Yo y Helmuth, mi guía, habíamos atravesado en las últimas semanas una cadena montañosa, y las provisiones empezaban a ser escasas. Por eso, él había decidido sacarnos de la ruta acordada previamente y llevarme por un camino que nunca he podido identificar.
Una tarde, avistamos un caserío y yo quise acercarme para conocer a los lugareños, comer algo caliente y quizás agenciarme un par de recuerdos. Pero Helmuth se negó a acompañarme. Me hizo entender que, en su opinión, lo mejor sería acampar allí mismo y partir al día siguiente. Para reforzar su punto, arrojó su maleta en el piso, la arrastró hasta un árbol cercano, sacó de ella las varas, las cuñas, las cuerdas y la tela y empezó a armar nuestra carpa.

Si hubiera estado con Jefta, mi anterior guía, quizás hubiera escuchado a su intuición, pero mi relación con Helmuth era tensa, principalmente porque no nos entendíamos.

Lo que pasa es que Jefta se había marchado unas semanas antes, porque tenía la sensación de que su esposa lo necesitaba. A menudo tenía presentimientos que se habían probado veraces y yo había aprendido a respetarlos, por ello no le insistí que se quedara, pero le pedí que antes de irse me consiguiera un guía que hablara español.

Esa fue la única vez que su intuición le falló, porque Helmuth hablaba español como yo hablo chino. Conocía quizás veinte palabras y más de la mitad de ellas las pronunciaba de forma extraña. En consecuencia, la mayoría del tiempo me hablaba en su propio idioma, que yo ignoraba por completo, y se ayudaba con gestos. Yo, por mi parte, le hablaba en alemán, que ambos ignorábamos y gesticulaba como loco. Eso sí, como tengo oído para los idiomas, le hablaba en una jeringonza que hubiera confundido a cualquier transeúnte de Berlín o Dresde.

Helmuth, creo que es importante decirlo, no era su nombre, que nunca pude aprenderme, sino cómo me refería a él cuando discutíamos, es decir, todo el tiempo.

Así que tras gritarnos un rato sin llegar a ninguna comprensión. Lo dejé armando el campamento y me dirigí al caserío. El final de la tarde estaba fresco y me tomó menos de media hora llegar a él. En el camino se me ocurrió que era una tontería ir sin guía, pero me dije que con él o solo daba igual porque aunque él hablara el idioma local no hablaba el mío.

Nada más llegar a la aldea, noté que había algo raro. Nadie me miraba fijamente, ni una sola persona parecía sorprendida de verme, pero supuse que quizás ya estaban acostumbrados a ver personas como yo, de mi estatura, con el cabello dorado y la piel blanca. Lo realmente perturbador era el silencio. Nadie hablaba, nadie cantaba, nadie reía, ninguno saludaba a otro. Y cuando se cerró la noche, nadie encendió luces. La luna llena me bastaba para deambular entre las casas, y eso hice. Mantenía la esperanza de encontrar un bar o al fabricante de alcohol de la aldea. Y es que en todo asentamiento habitado por hombres y mujeres siempre hay uno. No hay nada tan universalmente humano como el deseo de emborracharse.

Fue mientras caminaba que me di cuenta de que no había oido ni visto un solo niño. Que esa tarde no había sido recibido por una pandilla de ellos. Parece una tontería, pero siempre habían sido ellos quienes primero me abordaban cuando llegaba a un nuevo lugar. Era como si pudieran presentir mi llegada y llevaran días acumulando ganas de halarme la barba, morderme, correr alrededor mío o chuzarme con ramas para probar si era sólido como ellos. Este descubrimiento me incomodó y entendí un poco la reticencia de Helmuth. Mientras buscaba el camino de regreso, me encontré con una casa iluminada.

La casa no tenía puertas, sólo una tela que cubría la entrada y estaba corrida. Adentro no había muebles, camas, ni mesas. El único mobiliario era un agujero en el piso lleno de agua, como una especie de piscina individual, y dos antorchas. En el agua flotaba un cadáver desnudo, estaba empezando a descomponerse de una manera que no he vuelto a ver. Tenía la piel cuarteada, rota, y de esas fracturas se asomaban cosas delgadas y largas que se ramificaban. No estaba hinchado ni olía mal. Pensé que era una forma curiosa de tratar a los muertos, pero había visto cosas peores. Abandoné la casa y salí de la aldea sin encontrarme con un alma.

En el campamento, Helmuth estaba haciendo guardia para nadie o me estaba esperando despierto. Quise contarle lo que había visto, pero su mirada me dijo que probablemente ya había oído mucho más de lo que yo sabía.

A la mañana siguiente, Helmuth me despertó e indicó que saliera. Se veía emocionado y señalaba a la aldea. Desde la distancia, las personas que salían de la aldea eran manchas oscuras. Dejamos atrás el campamento y todas nuestras provisiones para acercarnos más. Desde una menor distancia era posible distinguir que los locales estaban marchando en tres filas de mujeres y hombres mezclados, y que había algo en medio de ellos. Una caja grande. Me recordaron a hormigas acarreando una hoja. Busqué figuras pequeñas entre las sombras, pero no vi ninguna, todos parecían ser adultos.
Sin equipaje, caminábamos mucho más rápido de lo que yo lo había hecho el día anterior. Helmuth parecía conocer el camino y yo lo seguí sin vacilar. Yendo se me ocurrió que quizás hubiera sido buena idea cargar mi revolver, pero era tarde para arrepentimientos.

Cuando llegamos a un claro, Helmuth me indicó que me sentara. Él hizo lo mismo. Cuando empezaron a llegar los primeros aldeanos, pensé que se molestarían al vernos, pero no dijeron nada. Bajaron su carga que era una caja de madera, ancha, pero poco profunda, de la que goteaba agua. En ella flotaba el cadáver que había visto el día anterior. Quise levantarme, pensando en que los entierros son rituales íntimos en los que no tenía ningún derecho a inmiscuirme, pero mi guía me tomó por el hombro y me obligó a permanecer quieto. Con sus propios dedos, los aldeanos cavaron un agujero en el que arrojaron, sin mayor ceremonia, el cadáver. A continuación, cada asistente arrojó una manotada de tierra sobre el cuerpo hasta cubrirlo por completo. Hecho esto se marcharon. Durante todo este tiempo, nadie nos miró, nadie dijo nada. “Así deben sentirse los fantasmas”, recuerdo haber pensado.

“Vem”, me dijo Helmuth. Lo seguí un par de cientos de metros hasta otro claro. En este había tumbas similares a la que acabábamos de ver siendo cavada, pero los cadáveres habían sido desenterrados por algún animal. En los agujeros sólo quedaban algunos trozos de un material blanco y duro que asumo debían ser huesos. Helmuth, mientras tanto buscaba algo en el piso.

“Mirro”, dijo, “mirro acá”. Me acerqué a ver lo que había encontrado. Eran numerosas huellas humanas, de un centímetro de largas, pero indiscutiblemente humanas. Cinco dedos, talón, puente arqueado. Eran huellas como las que tú o yo podríamos dejar.

“Ninos”, me dijo y se levantó. No volvió a decir otra palabra hasta que llegamos a nuestro destino unos días después. Cuando le hacía preguntas en la noche, me señalaba que esperara.

En el pueblo al que llegamos, me guió hasta la esquina de una plaza, dejó su equipaje en el piso, dijo “vuervo” y se marchó. Lo espere toda la tarde y seguí haciéndolo mientras la noche avanzaba. Cuando sentí que había pasado la medianoche, arrastré mi equipaje hasta un bar cercano y me dormí sentado en una de sus mesas.

A la mañana siguiente encontré un guía capaz de hablar un español comprensible y continué mi camino. Intenté preguntarle por lo que había visto en aquella aldea, como si fuera algo que me habían contado y dijo que no sabía de qué hablaba.

A veces me pregunto si Helmuth volvió cuando ya me había dado por vencido. Si estaba dispuesto a explicarme lo que había pasado, o conocía a alguien que pudiera hacerlo. Pero esos son pensamientos necios. El hecho, lo que quiero que te quede claro, es que en algún lugar de África, quizás en Namibia, hay un pueblo, uno muy pequeño, en el que no hay niños y a sus muertos los dejan en el agua, como a las semillas de cereza, hasta que se ablanden.

viernes, 4 de noviembre de 2016

Prologo para el libro de un amigo.

Antes de permitir que el lector o la lectora se sumerjan en la agradable lectura del presente libro, me veo en la obligación de invitarle a demorar su satisfacción  para leer unas cuantas palabras previas que no han de brindar mayor claridad sobre Edwin Varjal como autor ni sobre su obra, trayectoria o planes futuros, pero que, en cambio,  espero que ayuden a dilucidar la forma en que este libro llegó a existir y mi importante participación en ese proceso.

Estudié con Edwin, a dos pupitres de él, durante el año 1998 cuando hacíamos nuestro noveno grado. Era el nuestro un claustro árido y avejentado en el que la única tecnología aprobada eran los oxidados abanicos que colgaban amenazantes en los techos de todos los salones. Era un colegio con alma de correccional en el que las clases de literatura se reducían a memorizar el nombre de los autores y sus obras más relevantes.

Para entonces él ya era una joven promesa de las letras y su talento le había ganado el sobrenombre de “poeta” que le seguiría el resto de su vida, y que era usado por compañeros y docentes sin ningún rastro de ironía. El hecho de que tal prodigio hubiera florecido en el colegio lo hacía aún más notable y promisorio.

Ese mismo año, como si el talento de Edwin nos hubiera contagiado,  cuatro personas empezamos a escribir con diversos grados de fortuna y talento.  Aunque yo era el peor de la manada, o quizás por ello, Edwin sentía mucha más afinidad conmigo que con cualquiera de los otros escritores en ciernes. A menudo me tomó por el brazo o me hizo una señal que significaba que necesitaba hablarme. No pocas veces este llamado ocurrió en medio de una clase, pero yo acudía de todas formas y juntos huíamos del salón sin que nadie dijera nada.

Y es que su reconocido talento le brindaba atribuciones de las que no gozábamos el resto de los mortales. Sólo él podía abandonar las clases que le aburrían para ir a refugiarse en una diminuta biblioteca escolar, en la que más de la mitad de los ejemplares habían superado ampliamente los cien años, o pedir silencio al salón entero, profesor incluido, por miedo a que tanto ruido inútil le hicieran perder la musicalidad de una frase o extraviar una idea particularmente buena.

Casi invariablemente, cuando me llamaba a él era porque quería compartir conmigo su más reciente idea para una novela, el argumento de un cuento que planeaba escribir un día cercano —cuando las musas le dieran algo de descanso —, o el título de su próximo poema que siempre prometía mostrarme antes que al resto del mundo. Muy de vez en cuando me enseñaba frases garrapateadas en su cuaderno, rodeadas de anotaciones, rayas y símbolos que me resultaban incomprensibles. Me aseguraba que no era importante, ni posible, que las entendiera, porque el genio sólo puede ser comprendido por sí mismo. Lo fundamental era, y lo decía muy a menudo, que esas eran las semillas de las que germinarían los libros que le ganarían el nobel de literatura, sólo le hacía falta averiguar qué hacer con ellas, cómo sembrarlas, insistía.

Yo escuchaba y memorizaba cada una de sus palabras con una inocultable admiración artística. Y es que mientras yo escribía cosas como:

"Si vinieras a mí
con un beso en tus labios,
te seguiría
hasta que todo acabe.
Así que dale
bésame,
bésame,
bésame,
no seas mala.”
Beso condicional (1998)

él sabía idear poemas como pulidos diamantes —la comparación es suya— : brillantes, cortantes y claros. Era como si en vez de leche le hubieran alimentado con poemas de Machado, Whitman y Baudelaire, o como si sus primeras palabras no fueran “papá” y “mamá”, sino:

“Nunca seré demasiado viejo
para ver la inmensa noche alzarse,
una nube con más estruendo que el mundo
y el monstruo hecho de ojos” 

Lo que más me impresionaba de él era su indetenible inventiva. Tenía listas, para entonces, aproximadamente mil setecientas dieciséis obras —mil quinientos poemas, ciento ochenta cuentos y treinta y seis novelas —a las que solo les faltaba ser plasmadas sobre el papel. Y esto, me decía Edwin, era apenas un formalismo prácticamente innecesario.

Con el fin del año escolar vino también el de nuestra amistad. Sus padres habían decidido que lo más conveniente para su brillante vástago era estudiar en casa, a su propio ritmo, y presentar un examen  para validar bachillerato.

Nunca volvimos a encontrarnos, pero yo, que no he dejado nunca de admirarlo, tomé la costumbre de leer todas las reseñas literarias en los periódicos y revistas culturales con la esperanza de encontrar su nombre relacionado con un libro, una obra de teatro,  un premio o un análisis ácido y encantador —como todos los que había escrito para clases— sobre cualquier persona o tema.

El año pasado me contactó una mujer desconocida. Me dijo que era la exnovia de Edwin y que quería hacerme llegar unos cuadernos que él había dejado en su casa. Cuadernos que él había demostrado mucho interés en recuperar y ella, en arrojarlos a la chimenea.

No quise preguntarle las razones por las que se negaba a devolverle los cuadernos, pero, en cambio, inquirí por sus motivos para entregármelos. La razón era, según me explicó, que los había ojeado y descubierto que mi nombre era mencionado de forma negativa en más de la mitad de las anotaciones. Y le parecía que, siendo yo el principal agraviado por la existencia de esos cuadernos, debía ser yo quien tomara la decisión de qué hacer con ellos.

No mentiré, leer los textos me afectó profundamente.

Recuerdo particularmente un cuento en el que un grupo de extraterrestres están considerando demoler la tierra para construir un parque de diversiones. Deseosos de tomar una decisión informada, los alienígenas visitan diversos lugares de la tierra. Van a ver peliculas, asisten a un atentado terrorista, participan como recreacionistas en fiestas infantiles, observan las condiciones carcelarias y se interesan en la criminalidad humana, dedican días a escuchar la música de los grandes compositores humanos —se interesaron particularmente por los violinistas— y finalmente asisten a un recital poético en el que yo participo. Después de verme, la decisión les resulta clara, destruirán el mundo y el narrador no deja ninguna duda de que es mi culpa.

“Cuando Raúl terminó de leer, cada persona en el recinto suspiró aliviada. Luego, todos guardamos un cuidadoso silencio. Frente a mí, un hombre soportaba estoicamente los pinchazos de un mosquito en la nuca. Se notaba que quería matarlo, pero no se atrevía por miedo a que Raúl confundiera la palmada con un aplauso. “No podemos permitir”, dijo el más alto de los grises cuando se hubo repuesto, “que un mundo capaz de producir a un artista tan soso como ese siga existiendo. Es una lástima por Paganini, pero mi decisión es final”. Los miembros del comité nos desearon mejor suerte para la próxima.”
 
Por otro lado, en los cuadernos descubrí varias narraciones que deseé poder compartir con el mundo. Esa, y no otra, es la razón por la que intenté contactar a Edwin durante casi cuatro meses. Quería ayudarle a organizar un libro y publicarlo. Cuando finalmente contestó, me hizo saber que no estaba interesado en el proyecto. —Ya sabes lo que pienso de ti— me dijo —, pero haz lo que quieras con esos textos, suponte que los escribiste tú.

Eso he hecho. Los he corregido, seleccionado y publicado con el mismo cariño que les hubiera dedicado si los hubiera escrito, si fueran míos. Pero también he intentado dejar muy claro que fuera de este prólogo, que Edwin hubiera encontrado insufriblemente innecesario, no hay en todo el libro nada que me pertenezca.

Las veinte narraciones que se pueden encontrar a continuación son todas las que me atrevo publicar de los doscientos trece textos contenidos en los tres cuadernos que poseo. Los ciento noventa y tres textos restantes, son narraciones difamatorias u burlescas sobre mí u otras personas. Estos no son, sin embargo, malos textos en general. Admitiré que disfruté mucho leyendo todos aquellos que no trataban de mí, pero no me atrevo a publicarlos por miedo a molestar o incomodar a otras personas.

Sólo queda invitar al lector o lectora a disfrutar del resto del libro, que, lo prometo, es mucho más interesante que esta introducción.

lunes, 2 de mayo de 2016

Tortuga

La semana pasada, Silvia, mi psicoanalista, me refirió, extraoficialmente, a una profesional de otro rubro; me recomendó que contratara los servicios de una prostituta. No quiso decirme para qué debía contratarla, en qué podría beneficiarme ni dónde podría encontrar una, pero decidí hacerle caso.

Su recomendación se debe a un sueño recurrente que llevo meses teniendo: que soy una tortuga. Cuando le conté el sueño, ella no me dijo nada inmediatamente, pero luego me pidió silencio cuando intenté seguir hablando. “¿Eras una tortuga verde?” me preguntó. Yo asentí y ella sacudió la cabeza lentamente como si ese color fuera la confirmación de una mala noticia. “Esto es malo”, dijo entonces, “y ¿estabas en una playa?”. “Sí...” empecé a responder, y ella me detuvo con un gesto.  “Creo que eso de la tortuga tiene mucho que ver con tu soltería crónica. Ya Freud lo decía, que los sueños en que el yo se identifica a sí mismo como un reptil, un insecto o un político, son una señal inequívoca de que el sujeto se está disociando de su sexualidad...”. A mí, en cambio y no es por contradecir a Silvia, me parecía que el sueño debía significar algo más inocente: que extraño la playa, desearía poder viajar o me siento gordo y lento como una tortuga...

El hecho es que salí de su consulta con una receta médica en que constaba que requería de los servicios de una profesional del sexo por razones de terapia psicológica. Sin saber dónde empezar a buscarla, acudí a un amigo que me daba la impresión de que tenía experiencia en esas cosas. “Dejalo en mis manos”, dijo, “conozco a la indicada”.

Así es como el lunes en la noche me encontré en un cuarto de hotel esperando a una mujer desconocida y con ganas de esconderme bajo la cama para que cuando llegara ella, con mi amigo o sin él, creyera que ya me había ido. Por otro lado, siempre me he tomado muy en serio mi salud mental y si mi psicoanalista consideraba que esa era una experiencia por la que tenía que pasar, quizás debía quedarme  allí sentado y dejar que las cosas pasaran.

Violet, la profesional, se veía muy distinta a lo que esperaba. Vestía como una persona normal y corriente, no estaba usando tacones, ni maquillaje y creo que ni siquiera se había peinado antes de llegar al hotel; era como si acabara de salir del trabajo. “¿Eres Violet, en ingles o Violeta?” le pregunté cuando nos presentamos. “Con una ye”, me respondió, “Eso me permite cobrar más, es como de más clase, ¿ves? Hablando de eso, ¿te molestaría dejar mi dinero sobre la mesa de noche?”.

“No hay problema”, me levanté para hacer lo que me había pedido. “No es que importe”, dijo viéndome de píe “, pero ¿de verdad tienes una receta?”. La saqué de mi bolsillo y se la extendí. “¿Te molesta si le tomo una foto? es que esto es muy chistoso, nunca había visto algo así y quisiera compartirlo, ¿puedo decir que se la dieron a un amigo?”. “Dale”, respondí.

“¿Qué quieres hacer?” me preguntó mientras se desvestía.  “No sé, ¿qué se suele hacer en estos casos?” Puso cara de estarlo pensando mientras recogía su  ropa del piso, la doblaba y la ponía cuidadosamente sobre una silla. “No vamos a usarla, ¿cierto?”, dijo. “No sé, no creo...”

“¿Podemos hablar un rato?” dije para hacer tiempo.  “Claro, pero cuesta el doble, porque es que mi cuerpo no es nada especial, mira: aquí tengo estrías; acá atrás, celulitis; mi pierna derecha es como tres centímetros más larga que la izquierda, y me siento algo acomplejada por el tamaño de mis senos, los dedos de mis pies y la forma de mi ombligo, que, si lo ves bien, está como salido. En cambio, mi mente es increíble. Sé de todo y lo que no sé, lo puedo deducir o inventar, soy una conversadora nata y he estudiado muchísimo; aquí donde me ves, tengo una maestría en artes en crítica, apreciación y creación de productos audiovisuales prehispánicos. Dime entonces, si me vas a pagar lo que vale mi mente, para irme vistiendo”

Tras un cálculo rápido, decidí que era mejor que se quedara desnuda. “¿Y tienes mucha experiencia en esto?”

“¿Lo aparento?” Preguntó con tono dolido.  “No, para nada, si me cruzara contigo en la calle ni siquiera se me ocurriría, es sólo que quizás necesito de alguien más experimentado, finalmente esto hace parte de mi terapia psicológica y no sé si conozcas de estos temas lo suficiente para proponer un plan de acción,  porque yo no, definitivamente no sé qué debería estar haciendo.”

“Yo he estudiado mucho, desde que empecé a ejercer me he dedicado a leer todo lo que podía encontrar sobre sexo. Parece tonto, pero cada hora se escriben diecisiete artículos nuevos sobre la práctica sexual y una como profesional tiene que mantenerse actualizada. Comentame cómo llegaste a esto y quizás recuerde algo”.

“Soñé que era una tortuga”, le conté, “y que estaba en una playa acostada boca arriba”

“Muy interesante, creo que voy entendiendo, ¿eras una tortuga de esas verdes y de patas palmeadas que ponen los huevos en la arena?”, preguntó entrecerrando un poco los ojos. “Sí, de esas”, respondí. “Bueno, por lo menos no eras una galápago, eso hubiera sido muy malo. Si tu amigo me hubiera contado algo de esto, hubiera venido preparada. Pero puedo dejarte una tarea que seguramente te va a ayudar mucho”

“Sería bueno, gracias”, dije aliviado de no haber tenido que quitarme la ropa.

“De todas formas te voy a cobrar porque me desnudé”, dijo acercándose a la mesa de noche. Le respondí que claro, que era apenas lógico.  “Lo que vas a hacer”, empezó,  “es convertirte en una tortuga dos veces al día. Debes acostarte en el piso con un cojín o almohadas sobre tu espalda, y vas a intentar recogerte sobre ti mismo y moverte sin que se te caiga lo que cargas.”

Recibí su consejo con algo de desconfianza, pero lo puse en práctica esa misma noche antes de acostarme y ayer, martes, en la mañana y en la noche. Hoy, durante la sesión, le conté a Silvia todo lo que había pasado y anoté que en los dos últimos días no había soñado con tortugas. “¿Pero has soñado?” me preguntó, y respondí que sí, que había soñado que era una morsa.

Consideró que era un progreso que soñara con mamíferos y preguntó “¿eras una morsa feliz?”. Dije que no, que me siento cohibido por el gran tamaño de mis dientes y envidio a las focas.

“Quizás andas viendo demasiados documentales de animales” sugirió. El hecho es que salí de la consulta con una receta médica en que consta que requiero de los servicios de un biólogo profesional por razones de terapia psicológica.

lunes, 18 de abril de 2016

Caballo de mármol.

Yo no sé qué fue lo que ella vio en mí, porque soy muchas cosas, pero no atractivo, ni poderoso, ni realmente inteligente, ni particularmente talentoso y, aunque algunas personas me consideran encantador, yo mismo a veces me aburro de escucharme contar siempre las mismas cosas. No sé, pero algo debió ver para pedirme que saliera con ella sin dar rodeos, ni lanzarme miradas seductoras, ni preguntarle estrategias de abordaje a sus amigas.

Me propuso encontrarnos el sábado a las 8:00 pm. La cita sería sencilla y corta: una cena en un restaurante que le gusta, seguida de dos cervezas o cocteles, ni uno más, en un bar cercano en el que estaríamos hasta las 10:00 pm, con la posibilidad de alargar la cita hasta las 10:30 pm, según cómo estuviera saliendo. Debo admitir que me gustó que tomara el control de la situación, incluso me emocioné un poco y sentí que mi corazón se convertía en un tambor o un caballo galopante cuando me dijo que no quería perder el tiempo y que me iba a entregar un cuestionario que debía llevar resuelto. "Los primeros quince minutos de la cita los dedicaré a revisarlo, lleva algo con que entretenerte", me dijo," y no te preocupes, tiene poco peso en la nota final."

La cita transcurrió bastante normal en el restaurante a pesar de que por su rostro pude adivinar que no le habían gustado mucho mis respuestas a su cuestionario. "Tienes potencial, chico, me gusta la idea de dejarme seducir por tus encantos" dijo cuando le sirvieron la segunda copa de vino, ", cuando los tengas". Respondiendo a mi expresión sorprendida, continuó diciendo: "Veo todo lo que podrías llegar a ser, pero me preocupa que sigues siendo un adolescente en muchas cosas. Mira, por ejemplo, tus puntajes en cultura: desconoces todo lo mejor de la música, tu conocimiento de Händel, Verdi y Bizet es totalmente nulo; por otro lado, aunque calificaste bien en literatura, hay varios clásicos que a tu edad ya deberías haber leído. Has estado perdiendo el tiempo"

"¿Entonces no te intereso?", le pregunté tras pensarlo mucho y masticar concienzudamente los últimos bocados de mi plato.

"Me interesa que dediques un año a convertirte en una persona completa y madura. Si decides hacerlo, prepararé un programa de cambios para ti que te harán capaz, si los sigues al pie de la letra, de eventualmente convencerme de interesarme en ti. Yo no te diré lo que dicen todas, que quiero que cambies por tu propio bien. Quiero que cambies por mi propio bien, por mi comodidad, porque si me encariño contigo, así sea un poco, y luego tengo que abandonarte por aburrido, va a ser molesto.

“Siempre me ha costado hacer las cosas por mí mismo” le dije sintiendo que había encontrado a la mujer de mi vida, “así que me encanta que me saques de la ecuación y me pidas hacerlo por ti, pero ¿cómo funciona el asunto?”

“Es sencillo, yo te propongo unas metas mensuales que pueden ir variando según tu progreso y todos los meses tenemos un almuerzo de seguimiento para mantenerme informada. Dentro de un año salimos de nuevo, me contestas un nuevo cuestionario y según cómo te vaya nos hacemos pareja, no vuelves a verme, o te doy un mes más de plazo para tomar acciones correccionales que permitan pulir unos últimos detalles.”

Después de eso, la cita fluyó de forma natural y cómoda, cosa que se hizo evidente cuando nos dieron las 11:00 pm en el bar hablando todavía de todas las maneras en que yo podía ser mejor, y ella, con un pequeño mohín fruto de haber roto sus propias reglas, me dijo algo que ya me había dicho antes y que, igual que la primera vez, me puso la piel de gallina: “Tienes potencial, chico” y se despidió lanzándome un beso que posó en su mano de uñas perfectamente rojas y sopló en mi dirección.
De esto hace ya varias semanas. Su plan de acción me llegó el martes siguiente y me llenó de una emoción intensa. Fue como si, tras haber pasado años deambulando sin rumbo, por fin encontrara mi camino. Me he ceñido a las reglas estrictamente, he abandonado la cafeína, la literatura juvenil, los lácteos, la música moderna y las carnes procesadas; también se espera que deje de fumar, pero eso lo estoy dejando para más adelante.  Ahora, en vez de leer cómics o ver películas, dedico todo mi tiempo libre a aprender italiano y cocina.

Mis amigas me han felicitado por mi intención de convertirme en un hombre completo, pero dicen que un año es demasiado, que el programa es excesivo, que no tengo que cambiar tan profundamente para estar con alguien. Que con un par de meses en el gimnasio sería un partido aceptable, que conocen chicas que, en ese caso, estarían dispuestas a tener una cita conmigo.

Lo que ellas no entienden, yo mismo no lo entendía hasta hace un par de días, es que ella no me propuso ser su novio sino su obra de arte. Su escultura, digamos. No sé si cuando se cumpla un año seguirá encontrando en mí eso que la hizo invitarme a salir y romper su cronograma en el bar, o si, al ver su obra terminada, se sentirá aburrida de repente e intentará venderme a cualquiera. Pero no me gusta pensar en eso. Además, dice el cronograma que debo haber dejado de hacerlo para la semana siete porque los caballos de mármol no deberíamos pensar en cosas tristes.

domingo, 13 de marzo de 2016

Jueves 13.

El médium es un tipo extraño. No por algo físico, sin embargo. Es un poco más alto que el promedio; tiene un cuerpo normal, más bien delgado, que se ensancha ligeramente en la cintura; ojos grandes y cejas delgadas que resaltan el hecho de que está empezando a quedarse calvo. Cuando le dije que tenía una frente con ínfulas de imperio, sonrió como si lo hubiera escuchado antes. Tampoco hay nada particular en sus manos, ni en el tamaño de sus pies. Podría parecer rara su persistencia en vestirse según unos preceptos anticuados de elegancia (con una pesada levita, un chaleco en cuyo bolsillo guarda un reloj Ferrocarril de Antioquia, una corbata de lino negro e impecables zapatos de charol), pero es todo parte del papel que representa para sus clientes. Su extrañeza radica en otra cosa y es algo quien no lo ha visto no puede imaginar: produce la impresión de estar a punto de desvanecerse en el aire.

Me abordó el martes para suplicarme que le viera al día siguiente.  Dijo que tenía un visitante que necesitaba hablar conmigo y no le permitía hacer su trabajo en paz. Debe ser mi tío, pensé, que, tras haber leído sobre nuestro encuentro en el parque, quiere convencerme de mostrarle en una luz más favorable y corregir los diversos errores e imprecisiones que pueda haber encontrado. Los muertos tienen demasiado tiempo libre...

El consultorio está precedido por una sala de espera pequeña y lúgubre, apenas iluminada por dos candelabros ubicados a los lados de la puerta que lleva al médium, y un tímido bombillo sobre la que lleva afuera. Las paredes están forradas en fotos de los reconocidos personajes de la política, la ciencia y el arte que acuden al consultorio buscando respuesta a sus dudas.

El consultorio, en sí, es pequeño y sencillo. Consiste en una pequeña mesa circular de madera y dos sillas; las esquinas del cuarto están ocultas tras velos porque, dice el médium, así se mantiene a los espíritus malos a raya. Cuando entré, me señaló una silla y se sentó frente a mí.

“Deme las manos”, dijo e intentó tomarlas por la fuerza. “¿Es mi tío?”, pregunté evitando que me agarrara. “Es su hija”, contestó y apresó mis manos sin ninguna dificultad. “Pero nunca he tenido ninguna” terminé...

“Va a tenerla”, dijo. “Quizás debería explicarle. Yo no soy un médium normal. No hablo con las personas que ya han muerto, mi arte es más complejo y difícil. Soy capaz de invocar a los hombres y mujeres que, si el mundo sigue el curso actual, nacerán en unos años. Sus espíritus me visitan, ponen sus manos en mis hombros y me dicen cuan orgullosos se sienten de conocer a alguien de mi importancia y poder. He recibido a nietos de presidentes, sobrinos de ministros, reyes coronados y madres de emperadores; he escuchado las melodías de los mejores compositores de los siglos veintiuno y veintidós; las vanguardias artísticas que transformarán el arte en los próximos años son, para mí, tan viejas como el renacimiento. Conozco las preocupaciones del próximo año y soy experto en la historia de lo que no ha acontecido. Este talento de dialogar con lo que está por acontecer me ha ganado renombre como consultor para estadistas, inversores y científicos que quieren tener al futuro de su parte.”

“Nunca hago esto para personas comunes. El futuro debería ser solo para los más grandes humanos, aquellos que están dispuestos a dejar su huella sin importar lo que tengan que hacer. Pero en las últimas semanas su hija ha estado causando interferencia en mi talento: un reconocido astrónomo acudió a mí para obtener información que le permitiera concluir rápidamente su investigación. Intenté ayudarle, pero no pude hacer más que invocar a una mujer que le recitó los pronósticos, mes a mes, para su signo dentro de veinte años.”

“Para marcharse, ha puesto una condición: hablarle a usted. La cosa es sencilla. Debe mirarme a los ojos y no dejar de hacerlo. Podrá distinguirla con el rabillo del ojo. No la mire nunca de frente porque el futuro es como un sueño o uno de esos corpúsculos transparentes que flotan en los ojos:  cuando se le mira detenidamente se esfuma.”

Le obedecí y efectivamente la vi. Tenía unos diez u once años, los ojos y el cabello eran oscuros, quizás negros, y parecía estar sonriendo. La saludé tímidamente y ella movió su mano derecha en respuesta. “Cómo te va en el colegio”, le dije sintiéndome paternal. Ella giró los ojos y me hizo saber, con un gesto, que no quería hablar de eso. Claro, pensé, soy un padre, seguro le pregunto la misma vaina todos los días.

Me habló, dijo que quería agradecerme por haber sido un padre cariñoso, por leerle en las noches, por abrazarla, por escucharla con cuidado, por tratarla como a una persona inteligente, por ayudarla a encontrar sus propias respuestas, por guardarle algunos secretos, por cocinarle desayunos deliciosos. Me sentí feliz de escucharla. Entonces me dijo que pronto tendríamos que despedirnos. Sonreí y, seguro de que tendría la hija más maravillosa del mundo, le dije que nos veríamos en unos años.

Cuando el médium volvió en sí, le pregunté si mi hija había cumplido con su parte del trato. Dijo que sí, que volvía a escuchar todas las voces del futuro sin ningún problema. Entonces se me ocurrió que mi hija no me había dicho quién iba a ser su madre y que debería asegurarme de no dejarla pasar.

“¿Puede usted contactar a mí hija una última vez? Le prometo que seré breve”, le dije. Éste aceptó, tomó mis manos, y me pidió de nuevo que le mirara a los ojos. “Ya sabe como funciona”, me dijo, “pero siempre lo repito porque no se debe olvidar”. Esta vez, sin embargo, encontré a otra niña, una chica pequeña y rubia de no más de seis años. “¡Esta no es mi hija!” grité soltando las manos del médium. “¡No es ella con quien quiero hablar!”. “Es la única que le encuentro”, me dijo, “entienda que el futuro siempre está cambiando, que lo que ha vivido el día de hoy ha debido borrar la existencia de su primera hija.”

Lo comprendí todo de golpe. Me supe huérfano de una hija que nunca nacería y que había estado empeñada en ni siquiera existir. El médium quiso saber si estaba bien y me acompañó afuera mientras repetía algo de que el futuro no es apto para todo público. Pienso que tiene razón, sólo lo es para desalmados y valientes. Que se sepa que desde hoy mantendré mi cabeza bien sumergida en el pasado.

viernes, 4 de marzo de 2016

El caso de Europa

— Buenas tardes —empezó el abogado, que ya llevaba un par de minutos mirando al prisionero al otro lado de la mesa —,en vista de que usted se rehusó a contactar a cualquiera de mis colegas, pero no renunció  a ser defendido, me han asignado a mí encargarme de su caso. Para prestarle el mejor servicio posible, me gustaría que me contestara un par de preguntas honestamente, su respuesta no saldrá de este cuarto y, sin importar lo que me conteste, le defenderé con todos los recursos con que cuento. Lo primero es cuál es su nombre, el real.
—Soy Zeus, padre de los dioses y de los hombres.
—Veo en su archivo que insiste en ello, pero ¿Está seguro de que no tiene otro nombre? Algo más... no sé, local.
—Calla, incrédulo, ¿acaso necesito otro? Soy Zeus, eso debería bastar.
—Supongo que podría aducir locura.
—¿Osas llamar loco al gran Zeus?
—No, su señoría, es todo una artimaña para que no lo culpen de sus actos. Pero eso me lleva a la segunda pregunta. ¿Conoce usted a la señorita Europa Gutierrez?
—Conozco a todos mis hijos e hijas.
—¿Cree entonces que la señorita Europa es su hija?
—Todos los hombres son mis hijos.
—Claro, entiendo, porque usted es Zeus, el grandioso inmortal.
— Y ¿qué con eso?
—Nada...nada... solo que... ¿Podría decirme si en alguna ocasión ha tratado con la susodicha?
— ¿Tratado qué?
—Si alguna vez ha hablado con ella, si han compartido un helado o coincidido en un parque...
—No veo la importancia de eso.
—¿Cómo que no? ¿Acaso le gustaría pasar años encerrado en una celda oscura? ¿Quiere que lo condenen por la desaparición de Europa?
—Ningún tribunal puede juzgarme a mí que soy el máximo juez. Y Europa no está desaparecida, sólo la convertí en una vaca.
—Esa es la otra cosa. Dicen su expediente que además del rapto a la señorita Gutierrez, se le acusa de robarse una vaca. ¿Dice que no se ha robado una vaca?
—Digo que la vaca no existe, es Europa transformada.
—Entonces asegura que despues de raptar a Europa (no se preocupe, le entiendo perfectamente), la convirtió en una vaca.
—Yo no la rapté, ella vino conmigo porque nadie puede resistirse a mis encantos.
—Y la convirtió en una vaca.
—Nada es imposible para mí.
—La misma vaca que le acusan de haber robado...
—Exactamente.
—Entonces es todo un gran malentendido, ¿cierto?
—Correcto.
—Entonces no hay nada que hacer. Aduciremos que el defendido está loco —se dijo el abogado a sí mismo mientras abandonaba el cuarto.

lunes, 29 de febrero de 2016

Milagros

Crecí en una familia religiosa y profundamente creyente. Mi abuela materna decía todo el tiempo: "Si uno tuviera fe como un granito de mostaza y ordenara a una montaña que viniera a uno, ella obedecería", y luego añadía que el hombre (lease el ser humano, porque mi abuela decía todo esto antes de que existiera la corrección política) era una masa insignificante al lado de las montañas, y que, por eso, cuando se le ordenaba a un hombre curarse, éste se curaba. Eso sí, las enfermedades, me decía, son medio sordas y hay que hablarles con claridad y fuerza. Algunas, además, requieren de más fe. Para curar una gripa, por ejemplo, medio granito de mostaza era más que suficiente; para curar un brazo roto, se necesitaban dos granos de mostaza, uno para cada mano con que se iba a sobar el hueso. Para levantar un muerto, como ocurre con Lázaro, se necesita toda una patilla de fe, y esa es una cantidad que solo posee una persona cada dos mil años.

Pienso en todo lo anterior porque una amiga me contó que había empezado a practicar biokinésis, que es una técnica en la que el usuario se concentra en transformar su ADN y producir cambios en su cuerpo: perder peso, recuperar el cabello perdido, eliminar enfermedades o, más comunmente, cambiar el color de los ojos.

Mi amiga delira con tener ojos de un azul profundo y límpido. Y para conseguirlos lleva un mes viendo todas las noches, antes de acostarse,  un video en Youtube que ha sido visto por más de un millón de personas. Este video, me explica, es exclusivo para personas que hayan nacido con los ojos café oscuros y quieran tenerlos azules. Existen también videos para personas que quieren pasar de ojos negros a verdes, azules o miel. De igual manera, hay técnicas para convertir los ojos azules en verdes, marrones o negros. Y es bueno que haya tanta variedad de videos, porque insatisfechos hay de todos los colores.
 
Me pregunto a quién se le habrá ocurrido por primera vez eso de la biokinesis ocular. Jamás había pensado que redecorar el iris fuera un deseo común de la humanidad, que en el fondo todos sintiéramos envidia de los ojos del vecino. Pero esto también es culpa de mi crianza religiosa, que me hizo ser un poco inocente para esas cosas del mundo.

A los educados en medios religiosos no se nos ocurre nada así. Nosotros aprendimos en el colegio y la familia que si Dios lo hizo a uno con los ojos negros hay que aprender a quererlos de ese color. Y que cuando se reza por los ojos, se hace para dejar de usar gafas o recuperar la vista, asuntos estrictamente prácticos, porque Dios es un ser ocupado y no tiene tiempo para consultas estéticas.

Si nosotros pensáramos en esas cosas, a Moises se le hubiera ocurrido agregar una pequeña linea al final del noveno mandamiento que prohibiera desear los ojos del prójimo con tanta severidad como se condena desear a su mujer, su buey, su asno o su carro último modelo. Pero no lo hizo. Tampoco los jueces judíos se pronunciaron al respecto, y esos son los mismos que definieron cuales eran las formas correctas e incorrectas de sacrificar cabras para el consumo humano.

Y a mi amiga le hubiera convenido que alguien prohibiera, sancionara o, al menos, se pronunciara sobre la biokinesis ocular porque, como consecuencia de su desinformada incursión en el mundo de la automodificación genética, uno de sus ojos está más claro que el otro. La razón, me dice, es que antes de ver el video se quita los lentes de contacto; así, uno de sus ojos, el que ve mejor, se beneficia más que el otro, el que está medio ciego. Cuando ya uno de sus ojos sea azul, explica, verá el video sólo con el ojo más oscuro hasta que ambos se igualen.

Pero el caso de mi amiga es uno de los casos más leves de desequilibrio causado por la biokinesis. Si se busca con cuidado, se puede encontrar el caso de Clara, una mujer que toda su vida se sintió acomplejada por sus pequeños pechos y quiso usar la biokinesis para aumentar sus atractivos, pero a  quien el tratamiento sólo le hizo efecto en el lado izquierdo. La razón es que, antes de acostarse a mirar el video, todas las noches se quitaba los audífonos que usa para disimular la sordera de su oído derecho.

De todas formas, a ambas el desequilibrio las hace felices. Mi amiga sueña con el día en que pueda decir que nació con un ojo azul y el otro castaño. Mientras tanto, Clara, ha decidido publicar en las redes sociales solamente las fotos que muestren y resalten su mejor lado, y nunca había sido tan popular en los servicios de citas online.

No se puede confiar en los milagros de la mente humana. Ya lo decían en el grupo de oración de mi abuela, la ciencia del hombre (sobre todo la pseudociencia) es tan limitada y desequilibrada como él mismo. Y allí radica la superioridad de la fe sobre la biokinesis. En que no cura más la gripa en el lado derecho que en el izquierdo; ni su efecto depende de que el paciente o el creyente esté usando gafas o aparatos auditivos. Los milagros de la  fe lo invaden y transforman todo al mismo tiempo, o no lo hacen. Es una situación de todo o nada.

Por otro lado, la fe, incluso cuando funciona, también es peligrosa. No se puede andar moviendo montañas a diestra y siniestra sin que alguien salga lastimado por más equilibradamente que caminen.

Aprender a aceptar que los ojos son del color que son, que los pechos no van a crecer magicamente y que la topografía no va a transformarse según nuestro capricho; resignarse a uno mismo y al mundo parece la mejor opción o, por lo menos, la más económica. Y es que si se tiene mucho dinero, como han comprobado incontables millonarios alrededor del mundo, los milagros están a la orden del día y tanto la fe como la biokinesis salen sobrando.