Hoy vi a una mujer divina en el bus. Iba profundamente dormida, como si se hubiera pinchado un dedo por culpa de una bruja.
Una señora, que iba al lado de la durmiente, se levantó y me senté en seguida, sin esperar siquiera a que se disipara el calor de sus nalgas. Entonces la miré mejor. Tenía el cabello negro como el pecado, las cejas oscuras y densas, los labios carnosos y rojos, su nariz palpitaba. Del cuello para abajo también estaba muy bien. Y, nada, me quedé feliz de que mi compañera fuera tipo Neruda: linda y silenciosa.
El bus pegó un salto brutal, pero ella no se despertó. ¿Será que va muertecita? me pregunté y le toqué el hombro con caballerosa delicadeza. Nada la despertaba, y el bus se había ido quedando vacío. Si estaba embrujada y la dejaba sola podía pasarle algo malo. Así que me decidí: iba a besarla
Revisé por todas partes, no había camaras escondidas. Entonces guardé mi libro, me apliqué chapstick porque hay que hacer las cosas bien. Y acerqué mis labios.
Ahora, puede lo siguiente sea mi culpa, admitiré que soy más sapo que principe y que lo único azul que llevo por dentro es un trozo de crayola que aspiré en la infancia; pero ella entreabrió sus labios cuando me aproximé y un humo verde y hediondo salió de su boca rechazando mi cercanía. Así que allí la dejé, buscando a su busetero soñado.
Ojala encuentre pronto a su sparring azul y que éste le dé un beso, uno de esos ósculos trascendentales que hace que uno se empiece a preocupar por la higiene bucal.
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