Ella no pudo contener una
sonrisa, se sonrojó además, pero no cruzó las piernas.
Ella se rió y él entró al
pequeño baño. Dejó la puerta abierta, presuntamente a ella le
gustaba mirarlo mientras se vestía. En la cama, ella jugaba
con un mechon de su cabello rizado y sonreía.
‒Todas las semanas haces
lo mismo‒ dijo
sentandose ‒te juro que
a veces pienso que me pagas sólo para decirme todas las cosas cursis
que se te ocurren durante la semana.
Escupió el agua en el
lavamanos y la miró.
‒Sabes que las digo en
serio.
‒A veces te creo‒
dijo ella ‒pero luego
pienso que las mismas cosas se las debes decir a todas.
Él salió del baño y
delicadamente se dirigió a la silla sobre la que había dejado su
camisa.
‒No, a todas no. Sabes que
sólo digo ese tipo de cosas cuando las siento de verdad.
Hizo silencio y la
miró.
‒Lo que debe ocurrir
entonces es que las sientes a menudo‒
respondió ella sonriente ‒he
escuchado historias sobre ti.
Mientras pensaba en una
respuesta, Camilo notó que los rayos dorados del sol, provenientes
de la ventana, inundaban la habitación y se arrepintió de no haber
llevado su cámara. El atardecer resaltaba el color de la mujer (que
permanecía desnuda, sentada y descubierta) y de sus ojos almedrados.
‒Helena‒
le dijo arrebatado por la inspiración ‒por
ti, esta tarde, arrojaré mil navios hacia la guerra, es decir hacia
el naufragio y la muerte; ven y asomate a la ventana para que los
veas conmigo.
Ella estiró perezosamente
una pierna y luego la otra, continuó con cada dedo de sus pies, uno
a uno. Los miró detalladamente.
‒¿Te gusta el color de
mis uñas?‒ preguntó
coqueta.
Giró sobre sus nalgas. Puso
los pies en el piso, primero el izquierdo y luego el derecho. Se
levantó en toda su dorada desnudez. En la ventana, asomó la mitad
de su cuerpo y apoyó los codos en el marco.
‒¿Donde están los barcos
que por mí lanzas hoy a la guerra, Ulises? ¿Dónde está el tributo
para tu diosa?
Camilo sonrió y
consideró corregirla, pero se contentó con pellizcarla en el
vientre.
‒Has tardado mucho en
venir, ya no los verás, mis hombres morirán sin haber atestiguado
la gloria de tus senos atardecidos.
‒Me gusta verte desnuda.
‒A mí me gusta estar
desnuda contigo, me haces sentir bienvenida.
‒¿Tenemos tiempo?
‒Más que suficiente.
Ella volvió a la cama y se
acostó con los brazos y las piernas abiertas. Él se acercó a ella,
se inclinó a su lado y acercó los labios a su ombligo, por un
momento consideró besarlo pero cambió de idea y, con sus labios
presionados contra la copa del ombligo, sopló con fuerza.
Ella rió ‒Eres
un niño.
Puso su oido en el seno
izquierdo de ella y contó 79 palpitaciones de su corazón. Entonces
bajó al estómago, cerró los ojos y escuchó la maquinaria interna.
Registró e imaginó cada pequeño rugido, goteo, frote, giro y
estiramiento de los organos del vientre. Abrió los ojos, que
apuntaban hacia el pubis, y con delicadeza enredó y desenredó un
dedo en los vellos que lo cubrían. Ella le acariciaba la cabeza con
ternura, como una madre, y su vientre sonaba feliz. Se quedó
suspendido entre un sueño y el estómago de ella hasta que sonó la
alarma.
‒Tengo que irme‒
dijo ella suspendiendo las caricias.
Se levantó y fue a vestirse
en el baño, llevó una sábana para cubrirse. Una vez que se acababa
el tiempo regresaba el pudor. Él yació con una beatífica sonrisa
en la cara hasta que la escuchó abrir la puerta.
‒Espera.‒
y luego ‒¿Nos vemos de nuevo la proxima semana?.
‒Depende de ti, bebé.
Salió y cerró la puerta
tras ella.
Mientras bajaba las
escaleras oyó que la puerta se abría, y a continuación escuchó
los pasos apresurados de él, quien saltaba los escalones para
alcanzarla. Lo esperó en el descansillo.
‒Quería decirte algo, y
no podía esperar a la proxima semana.
‒¿Qué sería?.
‒ Que tienes razón, a
todas les digo lo mismo y a todas se lo digo en serio.
‒ Pero eso ya lo hablamos,
nene, y me da igual.
‒ Sí, pero quiero que
sepas que a ti te lo digo más en serio que a ninguna, tú me
despiertas ternura.
Ella lo miró, el pelo
desordenado, los pies descalzos, las uñas largas, la camisa mal
abotonada y la cremallera abierta.
‒Yo también quería
decirte algo que no podía esperar.
‒¿Qué sería?‒
preguntó pariendo un silencio tenso que ella no rompió por al menos
un minuto.
‒Algo, pero no recuerdo
qué sería.
‒Da igual, siempre nos
veremos la otra semana.
‒Sí... nos veremos
-contestó ella bajando la mirada.
Él se quedó de pie en el
descansillo viendola bajar las escaleras. Cuando la perdió de vista,
como si despertara de un sueño, con gestos aletargados se subió la
cremallera e inició su ascenso.
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