Debes estar ahora mirándote las manos y sintiéndolas distintas, más cortas, y preguntándote si siempre se han visto así. Si esas uñas largas te pertenecen, si siempre has tenido esos vellos en el dorso de tus manos, si eres bella. Dejame ser tu espejo, eres adorable. Te aseguro que tus uñas largas, tus manos velludas y tus orejas grandes, que siempre te han pertenecido, no hacen otra cosa que aumentar tu encanto.
Anoche habías quedado en encontrarte con dos amigas del colegio en un pequeño bar cerca de tu casa. Te esmeraste en arreglarte, las recordabas muy bien y esperabas que fuera una noche loca como antes. ¿Y por qué no habría de serlo?, te decías, si no hemos llegado aún a los treinta y nos quedan todavía muchos años de juventud para emborracharnos, bailar y reír como si, otra vez, fuéramos quinceañeras. Te pusiste tu vestido negro de una sola pieza, ese que cuando te sientas, enseña casi el inicio de tus intimidades. También vestías unos tacones nuevos, un delgado cinturón de hebilla dorada y pulseras del mismo material que resonarían como campanillas cuando bailaras. Iba a ser una noche para recordar, pero llegaste para encontrarlas en un rincón comiendo nachos y sorbiendo coca-cola; vestidas como madres, con suéteres manchados de leche achocolatada, jeans y zapatillas deportivas grises. Ni siquiera las saludaste. Todo eso me contaste ¿Ya te vas acordando?
¿Tienes hambre? No estoy seguro de que anoche hayas comido nada. A tu derecha está tu comida. Pruébala aunque no se vea apetitosa. Te sentará el estomago y cuando dejes de sentir hambre podrás pensar mejor.
No sé por qué te llamó la atención ese local, desentonabas en él. Eras la mujer más arreglada del lugar y nadie se atrevía a mirarte fijamente. Era un antro para universitarios en el que sonaban canciones populares y sólo un par de parejas bailaban. Quizás te gustó que no tuvieras que pagar la entrada, o algún joven te pareció particularmente guapo. El hecho es que entraste y te sentiste perdida. Pensaste en irte y entonces viste a alguien que te pareció conocido, alguien a quien habías visto en televisión, y lo observaste fijamente intentando recordar exactamente dónde. Quizás en uno de esos programas de animales que pones cuando te estás ejercitando. Él te vio y te saludó; pensaste que debía sentirse tan perdido cómo tú y te acercaste.
Claro, maja, soy el cazador de cocodrilos, todos me lo dicen, que soy clavado a él, te dijo cuando le preguntaste si lo habías visto en alguna parte, si era famoso. Eso era, claro, por eso su cara te sonaba. No te quedó claro si era o no familia del presentador porque cuando se lo preguntaste no hizo más que reírse y decirte que todos los australianos son clavados: altos, rubios, atléticos y tostados por el sol. Entonces lo miraste bien, vestía un pantalón de dril y una camisa blanca en la que brillaba un broche con forma de koala. Trabajo en el zoológico, te explicó, me alucinan los koalas. Le sonreíste y te preguntó si sabías que son la mar de inteligentes, casi tanto como la gente, y que les encantan los electrónicos, suelen robarse las cámaras y los celulares de los turistas descuidados.
Hacia la medianoche te sentías agotada y Joey, el australiano, aunque guapo y no del todo aburrido, no había hecho ningún movimiento. Terminaste tu copa, le sonreíste y saliste del club sin esperarlo. Pensabas tomar un taxi, llegar a tu casa, darte un baño bien frío y tirarte desnuda sobre la cama. Viste venir un taxi y alargaste tu mano para que se detuviera, pero ya traía pasajeros y pasó de largo. Y qué bueno que pasó de largo, porque antes de que pasara uno desocupado, la mano de Joey se posó sobre tu hombro. Te diste vuelta sin saber que era él, con el corazón a mil, pensando que debía ser un atracador, un violador o un habitante de la calle. Estabas preparada para el desastre, pero sólo era él y sonreía. Quisiste explicarle que tenías sueño, pero se te adelantó. Te dijo que se alegraba de que hubieras salido, que se sentía aturdido por todo el ruido y que si no se había ido antes era porque le parecías una mujer interesante, que quería proponerte algo, y que estabas en toda tu libertad de negarte. Estabas preparada para hacerlo. Esperabas que te propusiera acompañarlo a su casa, o tomar desayuno con él, o caminar por las calles, o alguna pendejada, pero no. Te propuso entrar al zoológico para ver los animales nocturnos y tomar vino. Dormir seguía pareciéndote un mejor plan hasta que sugirió que podrían darle de beber a los bonobos.
Anoche, después de haber visto a tus amigas sumergidas en una cómoda rutina hogareña, la idea de entrar ilegalmente al zoológico y tener la oportunidad de emborrachar a un pequeño primate te sonaba como el paraíso. Incluso te espantó el sueño por un rato.
El zoológico no estaba lejos y en el camino aprovecharon para comprar el vino. Él entró primero por la puerta de los empleados y luego salió para decirte que ya podías entrar. El vigilante detuvo su lectura para saludarte con una sonrisa y volvió a su libro. Ven, te llamó imperiosamente Joey, con los otros guardias no tengo ningún arreglo. El zoológico estaba oscuro y sentiste que deambulaban entre los hábitats sin orden ni concierto, entonces, por primera vez en la noche, sentiste miedo de él. Joey... empezaste a decir y él apretó tu mano con firmeza, y te sentiste segura de nuevo. ¡Qué bobada!, pensaste. Al cabo de unos minutos, llegaron a una plaza en la que él se sentó y te señaló que hicieras lo mismo. ¿Dónde están los bonobos?, le preguntaste y él respondió con una seña vaga. Despues, te dijo.
¿Te acuerdas, Gabriela, de cuánto vino tomaste anoche? Habían comprado dos botellas y unos vasos grandes de un plástico duro en que lo estaban sirviendo. ¿Te acuerdas del momento en que Joey te dijo que quería enseñarte como se hacen los Koalas y tú te le acercaste y buscaste su boca con tus labios y la encontraste cerrada? Entonces tú no te dabas cuenta, pero a ambos estaban cayendo dormidos y, a pesar de eso, intentaban seguir hablando. Y tú, tú y tus manos insistían en acercarse a él, en acariciarle su abdomen fuerte, en apoyar la cabeza sobre su hombro, en descubrir lo que guardaba en el pantalón. Y él, se quedaba quieto, paralizado, con cada uno de tus avances y te decía algo que no se le entendía. ¿Te acuerdas, Gabriela? ¿Recuerdas del momento en que los dos se quedaron silenciosamente dormidos frente a la jaula de los koalas?
Yo me acuerdo, yo estaba allí. Come un poco más ¿Te sientes satisfecha? Has estado ya varias horas despierta y es natural que te sientas cansada, aquí se duerme casi todo el día. Veo en tus ojos que ya recuerdas. No tengas miedo, la primera semana es la peor, luego todo empieza a parecer un largo sueño y un día te despiertas y tienes la sensación de que nunca conociste otra vida, de que ese cuerpo gris y peludo de nariz grande es el único que has habitado. Lo sé por experiencia, no eres el primer koala que hago.